martes, 8 de abril de 2014

La caricia del viento

El viento que se cuela por la ventanilla abierta me refresca y me adormece. Me deja en calma. Mi propio pelo se enreda entre mis dedos que, con fragilidad, me sostienen la cabeza en ellos posada. El asiento es cómodo y me permito relajarme, como si la duración del trayecto fuera a multiplicarse por cien y, a consecuencia, me viera obligada a hacerlo por mi propio bien.
Aún siento el calor húmedo del agotamiento en la nuca. Cierro los ojos y veo al Instructor, por un momento incluso me parece oírlo llamándome, equivocándose de nombre o de persona. Llegados a este punto veo normal que su imagen permanezca grabada en mis retinas durante un tiempo. Él es el culpable de este bochorno insufrible, consecuencia directa de otra sesión de entrenamiento. Pero merece la pena. Me gusta el entrenamiento. 
 Ahogo el pensamiento recordando algo que oí esta mañana en la radio, de camino al instituto: la herencia genética de Eva Braun. Como tantos, me pregunto qué se cocería y qué no en la mente del führer. Sabe el cielo si alguna vez supo realmente la dote tan odiada que su querida portaba, y quizá hasta él mismo. Escojo no reflexionar muy profundamente sobre ello por no indignarme. Al igual que vino, se va deslizándose por mi mente.
Casi puedo percibir el olor a libro viejo abierto sobre mi regazo, el olor a polvo de hace horas. Es agradable. 
Abro los ojos. Olor e imágenes desaparecen. No me queda nada que no sea esta sensación fresca, que lentamente disminuye junto a la velocidad. El coche se para y me arrebata los últimos restos de la caricia del viento. 

                                                                                                    —Reven
 

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