Aquella tarde te volviste a marchar
dejando tras de ti un sentimiento de nostalgia crónica. Un sentimiento sedante,
como de finales de verano, una armonía tenue que anuncia septiembre. Parece
mentira que nuestra historia nos conduzca siempre hasta este mismo punto:
solas. Juntas, sin miedo… pero solas, al fin y al cabo.
Antes fue allá,
en La Mancha, profunda y lejos de aquí. Antes sólo había tierra y cielo, y nada
más. Unos cuantos trozos de pavimento mal asfaltado; un par de bancos
destartalados frente al horizonte plano; cáscaras de pipas en el suelo y una
lata que se vacía. “Qué envidia me da… Ojalá poder subir a un tren y
huir hacia cualquier parte… ¿Quieres que bajemos al frontón? Va… Total, estamos
solas y tenemos tiempo”. Todo el tiempo del mundo.
Atocha es
lugar de reencuentros y despedidas. Sus propias baldosas la delatan, dilatando
el tiempo con el runrún de las maletas en los adoquines rugosos. El traqueteo
del metro que se aleja devuelve los recuerdos al pasado para traer nuevos a
coalición. Al presente inmediato, al ahora.
Ahora la
estación nos contempla, rodeadas de gente. Aquí no hay llanuras ni horizontes
vacíos, y pese a ello nosotras seguimos estando solas, una vez más. Ahora no
miramos los silos, sino la pantalla de horario-destino; pero en el fondo nada
ha cambiado. El eterno retorno nos ha desplazado al mismo sitio, aun estando en
el lugar al que siempre quisimos pertenecer.
“Qué envidia
me da. Ojalá estar de aquí a dos horas y cuarenta y cinco minutos en
Barcelona… ¿Quieres que vayamos a Moncloa a sentarnos al sol un rato? Vale.
Total, tenemos tiempo”.
En ese
instante comprendí la escasez de valor de las circunstancias. ¿Qué importa si
es el Pocillo, las barcas del Retiro, la Iglesia o el Palacio Real? Pase lo que
pase la vida nos devuelve al mismo lugar absoluto, donde todo a nuestro
alrededor pasa, y nosotras seguimos aquí, absolutamente solas, contemplando la
nada.