jueves, 25 de enero de 2024

Avenida de la Morera

La última vez que escribí ni siquiera te conocía. A ti, sí. Tú, que escribes con faltas de ortografía,  ayúdame a reorganizar los apuntes de una vida. Tú, inconstante como la calma, impredecible como un animal encerrado, desestructuras los sentidos comunes y rechazas la línea recta, cállate y escucha. 

En el tejado anidan aves pequeñas, ahí mismo, asomadas al vacío desde la tranquilidad de su alcoba en una antena vieja de televisión analógica. En tu barrio hay pocos gatos callejeros para tantas calles ratonera. Doblando la esquina, una sirena porque alguien está vendiendo droga, y otros aquí metidos, cultivando adicciones clandestinas. Insalubres en tu cama. Son las tantas de la madrugada y qué mañana me espera en la oficina. 

Si las perras se pelan de frío, en tu bolsillo, será porque preferiste cocinar en casa y no cenar fuera. Aunque no sepas ni cortar una patata. Mañana iremos a misa, y luego [...]. Esto último lo habré borrado, pero necesitaba verbalizarlo. A lo mejor si te veo por escrito desmitifico tus atributos. 

Ya no sé pensar sin temer tus miedos, jugar tus cartas y escapar de mis sueños de pantalla verde. Ponte el pijama y llévame a bailar. 

Y no volvamos a pisar este código postal. 

viernes, 28 de mayo de 2021

La mujer

 

¿Perdió?

Todo lo que un ser humano podía perder, excepto la vida. Nació y vivió en una opresión perpetua. El llanto quebró su aliento en muchas ocasiones. Tantas que aprendió a empujarlo hacia el fondo de su garganta con un solo suspiro.

¿Y dolió?

Como una soga alrededor del cuello. Pero se hizo consciente. Jamás permitió que volvieran arrodillados. Ella no era ninguna diosa. Ningún santo al que rezar. Tan solo una mujer que tuvo que luchar y supo sobrevivir.

¿La conocías?

Tanto como a mí misma. Aquí fuera las estrellas no quitan el frío. Llévame a bailar.

sábado, 10 de octubre de 2020

La lucha cuerpo a cuerpo

 

La lucha cuerpo a cuerpo siempre pone las emociones a flor de piel. Conozco guerreros a quienes excita el olor a sangre fresca; otros sienten náuseas; y a otros nos sube la adrenalina. Pero nunca, jamás, he oído de alguien apático al extremo de no sentir nada.

Las armas siempre dan ventaja y evitan que se despellejen los nudillos. Se trata, además, de un universo muy polivalente: cualquier objeto adecuadamente empleado puede convertirse en arma letal. Una vez estuve al borde de la asfixia por culpa de un perrito de peluche. Suave, indigesto, blandito. Se amoldaba a la perfección con todos los orificios de mi cara. Logré desprenderme de su abrazo casi al borde del colapso, cuando salen las fuerzas de flaqueza, las que dan la supervivencia. Claro que entonces tenía siete años y, seguramente, mi primo pesaba mucho menos que el hombre que me persigue por la tierra seca, levantando polvo.

Llevo demasiados años aprendiendo a huir. No me considero especialmente lenta. Conozco el terreno como para trazarme un mapa en la palma de la mano mirando para otro lado. Cualquiera diría que las tengo todas conmigo si no fuera porque hoy sea lo que sea lo que me persigue, viene en una Harley Davidson empolvorizada. No tardará mucho en adelantarme, y entonces tendré que ser más rápida que él en la elección de armas. Las piedras son más duras y letales que la madera, pero un buen palo es más manejable. Ya me las apañaría para rematar cuando lo tuviera acorralado.

La moto me adelanta por la izquierda y frena en seco a escasos metros, obligándome a detenerme. Miro a mi alrededor desesperada: no hay nada que me sirva para multiplicar mi fuerza, solamente algunos cantos y guijarros pulidos. Viene hacia mí. Distingo entre los pliegues de su gabardina negra la culata de la pistola. En el rostro solo se ven dos ojos negros, tristes y vacíos de los que apenas puedo extraer datos con los que construirle prejuicios. Este no es un juego justo. Me analiza la parte del rostro que tengo libre: ojos, cejas y frente. El pelo lacio me cae sobre la cara, despeinado. El buen observador podría intuir mi cuarto de siglo, tal vez, incluso dejarse engañar por estatura y complexión. Se entrevé su ceño fruncido.

A la desesperada agarro la piedra más gorda que tengo delante, dispuesta a lanzarla en su dirección, apuntando a la cabeza, en cualquier instante. En un gesto noble, arroja el revolver al suelo, a un lado. Quiere una pelea, si no justa, al menos con igualdad de aras. Elije sus propias manos. Logro esquivar un par de golpes antes de pasarle la espinilla derecha. Es fuerte, sus movimientos son rápidos. La opción más factible es escapar, aunque con la moto me alcanzaría en pocos minutos. ¿Y si intento robarla?

Antes de que pueda pensar nada más él se ha recuperado del dolor de mi golpe. Corre detrás de mí gritando con voz ronca.

   ¡Quieta!

Y yo conozco esa voz. La conozco demasiado bien, pese a llevar años sin escucharla. Me detengo casi en seco. Él me agarra pasándome un brazo por delante del cuello y otro por la cintura. Me asfixia. Me inmoviliza. Me tumba en el suelo y se coloca encima de mí. Entonces pronuncio su nombre, despacio, tan claramente como me lo permite la escasa cantidad de aire que circula por mis pulmones.

Afloja las presiones y se quita el pasamontañas de un tirón. Aparece aquel rostro que una década antes me era tan conocido, con más arrugas y más ojeras. Con la respiración entrecortada.

   ¿Me conoces?

   Te reconocería en cualquier parte.

Es evidente que él a mí no. Que de los quince a los veinticinco las personas cambiamos más que de los cuarenta a los cincuenta. Me arranca la mascarilla y esos ojos vacíos recuperan un brillo perdido entre dos siglos. Y ya no supo decir nada.

   ¿No era la vida cuestión de rentabilidad?

   Tú tampoco eras rentable.

martes, 14 de julio de 2020

Diálogos: #3

Un día regresó el universo a sus orígenes. Dante regresó al infierno, que una vez más la tentaba a convertirse en soberana. Y Galileo ya no fue más Galileo. El mundo dio una vuelta y aquellos ojos que observaban con avidez el infinito quedaron en las antípodas de la primera noche. Nunca fue la primera, pero quedó grabada en el subsuelo y en la bóveda celeste, como su mirada.
   Te quería.
   De quererme nunca se hubiera ido.
Galileo se decía a sí mismo cada noche lo que pasaría a partir de ahora. Pero en el infierno no hay ahora del que partir. Dicen que la eternidad se encuentra en el momento presente y, si es cierto, Dante no volverá a envejecer un solo día. Sentada en su trono lamenta que el mundo gire.
   Te quería.
   Entonces no me habría dejado marchar.
Aquel espasmo congelado. Hacía frío fuera de la cocina. Recordaban aquella riña verbal dichosa cansados de no saber nunca qué quieren. Pero ya casi amanecía y a Galileo se le borraban las estrellas del cielo.
   ¿Cuántas veces rezo al día?
   ¿Cuántas vueltas da el sol antes de ponerse?
   ¿Y si no vuelvo a teñirme el pelo?
   No le robes la vida a más estrellas.
Silencio. Cuantísimo silencio.
   Tienes la boca llena de esquirlas
   Antes me importaba.
Y más y más silencios.
   No puedo decirte eso.
   ¿Por qué no?
   Implica demasiadas cosas.
   Me buscan los retos, y más si son lógicos.
   Este reto no es para nosotros. Es la mayor de las contradicciones.
A veces lo que es deja de ser lo que es, y empieza a ser otra cosa. Y explota en pedazos el universo conocido. Cuídate, Galileo, de esa condenada lógica que traza los límites del mundo. Lo real es lo pensable, y solo lo demás queda fuera, limitando la contradicción. 

miércoles, 6 de mayo de 2020

Diálogos: #2

El Diluvio Universal baña las calles. Dentro de la cocina estalla la tormenta.
Así lo sentía Dante, y tal vez no se equivocaba. Algo fue pensado para ella: un papel con el que tenía que cumplir, sin remedio. Un demonio más cruzando el Aqueronte... ¡al encuentro de carne fresca! Y todo esto: este mundo, su moralidad desgastada. Todo ajeno a su voluntad. 
Pero el mismísimo Lucifer se rebeló, puso el cielo patas arriba, por el libre albedrío. Ella también estaba dispuesta (tenía que estarlo) a hacerlo todo pedazos. Quizá nadie pueda elegir cómo se siente, ni siquiera estar preparado para lo que ha de venir, sin remedio. Sin embargo, en la esfera de la conducta, todavía tiene lugar el acto libre a pesar de uno mismo. 
Comienza entonces su cruzada.
   ¿Qué locura has inventado esta mañana?
   Yo no invento nunca nada, y menos locuras: eso es de locos. Todo está ahí, como flotando.
   Ah, ¿sí? ¿Estás completamente seguro? —cambia el gesto. Se acerca lentamente: no le permitirá seguir esquivando proyectiles.
   Por supuesto –con suficiencia Galileo da una larga calada a su cigarro—. ¿Te importaría pasarme la pluma?
Dante obedece, sin olvidar ni por un segundo su propósito. Tal vez fuera buena idea meditar las preguntas, elegir las exactas. En nada le beneficiaba dar un nuevo motivo a Galileo para que se le ocurriera alguna genialidad o conjetura sobre si estaba o no perdiendo el juicio. Pero no puede resistirse.
   ¿Qué me dices de lo que hay allí abajo? Todo eso… ¿también flota?
   ¿Dónde es allí abajo?
Galileo la mira directamente a los ojos, y no la encuentra. Dante no está aquí; está en otro lugar. No están sus pupilas, solo brilla en el vacío el fuego de otros tiempos. Fluyen ríos salados por sus mejillas ruborizadas, abrasándolas como lava.
   ¿Qué hay allí, Dante?
   Frío y lamentaciones.
Del desconcierto pasó a la ternura, y parecía empezar a entender su infierno. Él escucha la sinfonía de un Dios en el que nunca ha creído. No depende de que exista o no exista. Eso es irrelevante: importa porque le duele.
   Podría protegerte del frío –en realidad no se le ocurriría nada mejor que hacer o decir.
 Frío y fuego. Aunque te cueste creerlo, necesito que confíes en mí: la contradicción es soportable. Pero no lo es el miedo. No para mí.
Detrás de esos grandes y oscuros ojos seguía sin estar Dante. No sabía si habría algo o habría nada.
   ¿Qué puede ser tan malo, que trae al presente lo ausente?
   El día que nací mi madre dio a luz a dos gemelos: nací yo, y nació el miedo. Y ya nunca pudimos separarnos.
   Así nació el Leviatán.
Ahí va el fuego de otros tiempos. Agarra Dante la mano a Galileo.
   Tú hazme feliz con tus juegos lógicos.
   Con mis mentiras, querrás decir.
La sonrisa vuelve a sus labios y, cuando le redibuja el rostro, rescata del infierno su mirada.
   Entonces juguemos a contar bonitas mentiras por un rato.
   ¿La lógica no es ya lo suficientemente bella?
   La belleza no necesita ser pensada…
   … la belleza sobreviene
Dante besa suave y fugazmente sus labios. Sin alejarse más de lo estrictamente necesario, revela:
   Has acertado.
Allí estaba Dante. Tentadora, con el universo en sus manos y un secreto (a gritos) inconfesable. Como caída del cielo. Entonces Galileo dejó de jugar y de mentir. Al menos por ese instante de belleza sobrevenida.
Forzados a vivir del recuerdo es difícil respirar el nuevo día. Pero aquel día era suyo. Solamente suyo. Y ella, su noche más profunda y hermosa. 

viernes, 27 de marzo de 2020

Diálogos: #1


   Pareces cansada.
   He tenido días mejores.
   Y peores –puntualiza Galileo con el dedo índice en alto. ¿La respuesta de Dante? Como siempre: sus grandes ojos puestos en blanco.
   Galileo, tengo la sensación de que cada día que pasa te vuelves más y más cegato.
   Lo dices por el telescopio. Tranquila, la ironía de tus palabras solo consigue abrirme más los ojos.
Dante resopla significando claramente y sin tapujos su irritación. Y es que, a veces, la conversación con un maestro de la palabra y el número exacto podía resultar exasperante.
   ¿No te cansas de tener todo el día la cabeza en las estrellas?
   ¿Sabes? Podría decirte lo contrario y, sin embargo, realmente implicaría lo mismo.
Ella permanece callada a la espera de la siguiente genialidad: ¡qué le vamos a hacer! Tratar con genios tiene este tipo de contraindicaciones. Galileo, pese a la expectación de la muchacha enfurruñada y pese a ser muy consciente de ella, continúa mirando al cielo con su catalejo.
   ¿Qué? Vamos, suéltalo de una vez.
   Que por una vez, solo por una vez, podrías subir a La Tierra, levantar los ojos y echar un vistazo a algo que esté por encima de tu cabeza.
Se levanta con los brazos en jarras y, alzando el tono de voz, trata de pararle los pies. Ya ha hecho esto antes. Ya le había costado perdonarle otros comentarios hirientes. Parecía que le costaba entender. Le costaba entender demasiadas cosas.
   Estas consiguiendo enfadarme.
   ¿Te enfada que crea que eres una egocéntrica? ¿O quizá es miedo a descubrir que lo eres?
   Se acabó. No pienso seguirte el juego: esta vez no. Hasta mañana, genio.
Cuando ya parecía que había algo más dentro de esa mente enmarañada de cifras, volvía a tropezar con la soberbia. ¿O tal vez no? Dante comienza a caminar, dispuesta a , nunca más, mirar al cielo, solo por molestarle. Entonces escucha a Galileo tomar aire y exhalar profundamente.
   No creo que seas egocéntrica, ni estúpida, ni tantas otras cosas que crees que te considero.
Se detiene. Parece que intenta paliar los efectos adversos de sus sermones. Esos que se traducen en inseguridades para Dante.
   ¿Entonces?
   Solamente digo que debe ser agotador no saber nunca lo que se quiere.
Con ese jarro de agua fría no hay más remedio que retrogradar hasta su lado y pararse a contemplar.
   Es bonito, en realidad…
   Desde luego que lo es.

sábado, 21 de marzo de 2020

Séptimo día


Somos cadáveres andantes. A veces, expuestos
al sol.

Miro al cielo y no pienso, no imagino
porque en nada hay que pensar o imaginar.
Porque no queda nada que salvar;
o tal vez nunca lo haya habido.

Las horas se acumulan entre los números romanos
de un antiguo reloj de sol.
Las luces, las sombras las barren como virutas.
Estaba gravado en piedra que al final, siempre, todo
saldrá bien. Pero la realidad se ha cansado
de fingir y ahora habla sin tapujos.
La vida tiene razones y dice la verdad.

Somos lo que merecemos ser y, sin embargo,
aún maldecimos. Aún condenamos
que sea tan injusta.
La vida…
Créame: la vida tiene razón
en todos los casos”.