Anoche soñé
con la Muerte. Vestía túnica y portaba guadaña: una imagen bastante verosímil
con las descripciones que tradicionalmente se le han adjudicado. No pude ver su
rostro, no pude mirarla a la cara, pero en el fondo sabía que no era necesario para
saber que era la representación perfecta del sudor frío: del pecho encogido y
el delirio de la agonía.
Era negra,
proyectaba tinieblas. Pero aquel color era totalmente desconocido para el ojo
humano. Era profundo y oscuro como el vacío que deja la ausencia.
No le tenía
miedo. Jugaba a seducirme, y yo le seguía el juego. Corría calle arriba, delante
de ella. Me perseguía, azotándome de vez en cuando con su guadaña. Y entonces,
estando a solas con ella en plena madrugada, vi el coche fúnebre, y mi casa en
tinieblas. Y fue cuando me abrazó. Me había arrancado un trozo de alma, se lo había
llevado para siempre y, sin embargo, ahí estaba, sosteniéndome, secándome las lágrimas
con tela oscura. Quería consolarme.
Pero no. Se
había ido por su causa. Había venido a dejarme sin ella. De nada servía que intentase
aparentar dulzura, y calidez. ¿Cómo podía reconfortarme, después de haberme
helado hasta los huesos?
Cuando
desperté bañada en lágrimas supe que aquello no había sido más que un truco:
jugar al engaño, jugar a que no le tenía miedo. Recuerdo que le pegué tres
veces con el puño izquierdo, cada vez con menos fuerza y más impotencia. Fue el último acto de rebeldía
antes de regresar de Oniria. Sin embargo, no dejo de estar asustada. No por mí…
No por mí, sino por aquellos que veré partir antes de marcharme.
Al menos,
por ahora, solo fue un mal sueño.