martes, 5 de diciembre de 2017

Los sentidos opuestos


            Desde el principio de los tiempos parece necesario decantarse por una opción irrevocable. Por obligación o por necesidad. Las circunstancias apremian, y en ocasiones no cabe (no debería caber) lugar a dudas. A veces es fácil, si se hace el mínimo esfuerzo deliberativo. Sin embargo muchas otras las condiciones sobrevienen y es imposible no sentirse perdido. Es imposible no sentirme fuera de tiempo y de lugar.
            Entonces intentamos disolver la dependencia circunstancial. Se puede ser fiel a Aristóteles y pensar en lo tangible, en lo que se presenta como inmediatamente real. Real es el sol, que brilla por encima de nuestras cabezas; las estrellas, que nacen y mueren a años luz. También lo es el rubor que tiñe de rojo las mejillas, las lágrimas y aquello que las causa. Causas… Todo podría reducirse a eso: a la sucesión de causas que vincula lo tangible.
            Lo tangible por definición cartesiana es lo extenso: es la materia, son los cuerpos. Los cuerpos relacionados entre sí por inclusión, proximidad o lejanía: por posición. Por el lugar que ocupan. Mejor nos iría si reconociéramos dónde está el nuestro. Aquí, allá. Aquí donde estés tú; allá donde yo me halle.
            En cierto sentido se puede afirmar, casi rotundamente, que depende. Que ese lugar, ese espacio que nos contiene, es relativo. Relativo al uno respecto del otro. A mí, respecto al mundo; al mundo respecto a todo. A todo excepto a las dudas. No hay lugar a dudas. En sentido relativo, no hay lugar. Porque no hay espacio imaginable sin materia: las dudas no parecen ser materiales.
            Lo mismo ocurre con el tiempo sin el cambio: que no existe si no es relativo a la sucesión de momentos. No podemos hablar de momentos sin que un cambio suceda, sin nada que marque un antes y un después. Sin un antes y un después, sin su frontera, es difícil hablar del tiempo: hablar de pasado, presente y futuro (¿de qué?). O el tiempo y su paso, tangible, son relativos al cambio, o debe haber una manera de existir en otro tiempo. Uno al que no relativice el comienzo.
Las cosas son aquí. Son así y son ahora; pero pudieron también no serlo. Pudo no haber origen del universo temporal: pudo ser una condición previa. Porque tuvo que haber algo antes del origen de todo, y todo tuvo que aparecer en alguna parte. Aunque sea difícil, aunque cueste pensar en el vacío, más me cuesta pensar en la nada. Porque de la nada no pudo surgir ese todo tan inmenso. O, ¿acaso habrá que seguir creyendo en la sucesión de contrarios?
            ¿Acaso es cierto que del amor surge el odio, y viceversa, y resulta que el orden se contesta a sí mismo con el caos? No sé por qué pensar en el vacío frente al vacío me resulta tan complicado.
            Tanto lo finito como su contrario son complicados de imaginar.
            No tienen sentido la experiencia fuera del ahora. Sentido temporal, quiero decir. No hay un antes ni un después. Vivir y morir es indistinguible, son lo mismo, en términos absolutos.
            Esta es la vida real, con todas sus condiciones previas. Sin ellas no se me ocurre en absoluto otra forma de pensar que el universo sea posible.
            Y entonces, ahora, llega la entropía estallando cristales. El tiempo pasa, indudablemente. Pasa, al margen de que nada más pase. Y cuanto más pasa, más lleva el orden a la destrucción.  Y no parece que haya vuelta atrás posible: responder al futuro con el pasado. Sobre el pasado se conoce todo lo cognoscible; sobre el futuro es imposible certificar nada.
Nada tiene solución posible, sino ahogarse en el finito presente.











jueves, 31 de agosto de 2017

Leviatán el Malo

Anoche vi al diablo 
cruzar la esquina izquierda
de la primera calle. 
Abandonó la avenida sin mirar atrás,
ni adelante. 
Vestía pulcro traje de color azabache. 
Zapatos negros
en el asfalto hundieron vendavales. 

Anoche vi al demonio
en el baile de máscaras. 
Se deslizó a mis espaldas como una sombra.
Hizo sonar rumor de azufre;
olor del fuego y sabor a tempestad. 

Anoche vi a Leviatán -el Malo- en sueños. 
Tenía los ojos claros; el pelo oscuro 
se desmayaba en su frente.
Sonrisa pulcra curvaba su rostro
ardiente y sin escapatoria posible. 
Delitos sin nombre atravesaron mis venas; 
forzaron el arrepentimiento
sin respuesta alguna.

Habló con voz clara y profunda,
sosegado. 
Y en el fuego de mil soles ardieron
de pronto todos:
sus condenados. 

domingo, 20 de agosto de 2017

Homofobia

Quiero hablar de un mal social y ¡no! No me interesan las falsas ilusiones acerca de lo muchísimo que hemos avanzado. Está bien eso de aceptar y ser tolerante; pero, reconozcámoslo: sobre ciertos temas la sociedad vierte una vomitiva tolerancia de garrafón. 
Es fácil esconderse sobre el "yo lo respeto", se comparta o no. Es fácil instar al amor libre, al no esconderse, al ser libre cuando la historia pertenece a terceros y se es un mero espectador. Pero cuando el asunto toca de cerca la cosa cambia, y no sé por qué, pero así es, y es cierto: pensamos que aquello que defendíamos simplemente no es para nosotros, que no puede "tocarnos". A nosotros no. 
Lo genérico, como es apreciable, se concreta poco a poco, y aunque esta introducción pudiera encabezar numerosos temas de desarrollo, este es el que yo elijo. Se habla del amor libre; se explican las diferencias entre caso y caso, y entre el hoy y el ayer. Cierto es: al menos hoy se acepta lo que a muchos costó incluso la vida, pero, ¿a caso eso es todo? ¿De verdad el problema se acaba ahí? No. 
La homosexualidad ya no es un delito en occidente, pero su aceptación y respeto, como digo, sólo son relativos. Lo mismo ocurre con otras orientaciones sexuales, como lo es la bisexualidad (al igual que las distintas identidades de género), entre otras.  Como digo lo deseable no consta de una aceptación 0%, un respeto light o una tolerancia barata, un "yo tengo algunos amigos gays" o un "mientras no hagan daño a nadie...". No. Lo deseable es eliminar los prejuicios y clichés que tanto daño hacen. 
Lo deseable es aceptar (y aceptarse) completa y sinceramente que, sea cual sea nuestra preferencia, todos somos iguales. No se trata de imponer o imponerse etiquetas, sino de actuar libremente y en consecuencia con aquello que nos haga felices. Que elegir a quién amar no condicione otros amores, otros apoyos y comprensiones, porque la familia está ahí pase lo que pase, pero a veces simplemente esa incondicionalidad es descremada. 
Porque no siempre "eres mi hij@, y te querré elijas lo que elijas". Porque llegar a casa de la mano de alguien en ocasiones genera miedo, tristeza, y no alegría. Porque no todo el mundo ve personas, sino cuerpos. Cuerpos que han de ser identificados y socialmente aceptados si quieren tener cabida en la familia. Triste. Muy triste. Demasiado, para lo mucho que hemos avanzado. 
Hasta el día en que "confesarnos" no sea necesario no podré decir que la homofobia sea un mal social erradicado. 

jueves, 13 de julio de 2017

Aquel día se levantó con ganas de escribir

"Vivimos en una sociedad tan pobre que no tenemos nada. Somos tan pobres de espíritu que nuestra única aspiración parece ser arrebatar al prójimo sus derechos humanos". 
Aquel día se levantó con ganas de escribir. 
Una guerra que helaba los huesos se desataba a su alrededor. Se extendía por todas partes a todas horas: bajo el agua ardiendo con que se duchaba, entre sus sábanas, a la hora del desayuno y también de la siesta. Hasta en la mantequilla y los sueños de miel había restos de metralla. 
Tan reales eran esas negras máscaras que aparecían frente a sus ojos todas las noches que casi podía notar el olor a sangre; el olor de tantas sangres diferentes que las habían impregnado. Inocentes o culpables, ¿qué importa?, se preguntaba... La sangre es roja, y huele a material metálico, siempre, y sabe al calor de quienes la perdieron.  El relieve de sus metralletas estaba esculpido en el fondo de su mente al detalle, y también su brillo, su peso y su tacto.
Tantas veces había presenciado aquella escena que se la sabía de memoria, y sabía que ella era la siguiente. Tal vez no hoy, tal vez no mañana. Pero pronto, algún día, la engulliría también el olor a pólvora. Los impactos de bala la harían sonar en un grito sordo por última vez, y a nadie le importaría. Ni siquiera a ella misma, porque ya daba la batalla por perdida. Sabía que no merecía la pena luchar. Porque nadie ahí fuera estaría dispuesto a refugiarla. 
Sabía todo esto, estaba segura, y como ya dije, no le importaba. Porque cuando se pierde todo ya no importa nada. 
Ella sólo tenía ganas de escribir. 

domingo, 9 de abril de 2017

Nacional A3

Parece mentira que en cuestión de días, de segundos, una vida entera pueda cambiar; una historia tambalearse, un amanecer volverse cenizo en mitad del bosque, y ser rojo el azul del mar. Es curioso cómo a veces la realidad puede cambiar de rumbo, que todas las líneas rectas se pongan de acuerdo para girar y girar en un torbellino de incertidumbres. 
Aquí y allá la gente viene y va. Los sueños se cumplen, los corazones se rompen, llueven tierras en desiertos desconocidos. No sé qué significa esa maleta que no para de rodar dentro y fuera, escaleras arriba y abajo, en cien maleteros y veinte vagones de tren. Ya no sé ni dónde está. 
La gente cambia, la vida sigue y yo tengo que hacerlo junto a ella, a pesar de todo. Todo lo bueno y todo lo malo tiene un final; pero a veces el horizonte está tan negro, tan manchado de tinta, que es casi imposible leer entre líneas, respirar. Y yo lo sé. Lo sé muy bien. 
A veces nada es lo que parece, ni siquiera lo que creíamos inmutable, seguro. A veces creemos advertir el punto y final, y cuando levantamos la pluma encontramos el papel casi vacío y observamos que el paso, el roce, lo ha emborronado todo. Que no hay más remedio que volver a escribir si queremos que todo sirviera para algo. 
Habrá manchas donde hubo mil historias que ahora laten sin vida, en forma de heridas. Habrá nubarrones. Habrá miedo al vacío, y puede que sólo nos quede aferrarnos a esa garantía de lo desconocido. Pero no es poco: es una oportunidad. 
Resplandece, ¿la ves? Allá, al final del túnel. Corre y haz que devuelva la luz a tus ojos tristes. Corre. Ya queda menos. 
Ya falta poco. ¿Ves? Es el futuro sonriéndote. 

domingo, 5 de marzo de 2017

Un zorro en la carretera

Anoche encontré en mitad de la carretera un animal muerto: un zorro atropellado por al menos tres coches más (y digo más porque fue inevitable volver a pasar por encima de él). Su sangre manchaba las líneas discontinuas que separan los carriles. Yo sigo adelante, siempre adelante, sin embargo no puedo evitar pensar en ese cuerpecito inerte en el que nadie más piensa.
Se ha quedado ahí, mudo en medio del frío. No gruñe, no aúlla, no emite ya sonido alguno, y aun con todo el peso de su condición, lo dice todo, absolutamente todo. Esto es el mundo. Así. A menudo nos atropellan, y sin duda parece que cuando, quizá por accidente, alguien o algo lo hace, ya todos los objetos existentes ganan la tendencia y repiten el patrón decenas de veces. Y a veces nosotros mismos tenemos la culpa. 
A veces los faros de un coche nos confunden y creemos que ya ha llegado el día. Salimos a su encuentro y entonces nos traga la noche. Y el resto de vidas siguen, sin nosotros y sin tapujos, los mismos que a nosotros nos faltan a la hora de cazar, pero no nos queda otra, porque si no lo hacemos, si no comemos, moriremos de hambre. Esa parece ser la condición de estar vivo, y el contrato que firmamos sin pensarlo es el de cobrarle a otro la factura de su suerte. 
Puede que no lo veamos, puede que nos creamos libres, cuando en realidad la libertad es todo lo que nos falta por el mero hecho de estar vivos y tener que vivir. Porque otros nos coartan, y coartamos para mantener viva la ilusión. Y hay más. Todos somos un zorrito en mitad de la carretera, y todos llevamos a aquel que mencionaba al principio inevitablemente dentro. Todos vivimos sujetos al miedo y la temeridad, y nos falta el justo medio. A todos nos falta el agacharnos, el asumir que estamos en apuros y aun así lograr plantar cara a los coches. 
Espero, Zorrito, que tu muerte no haya sido en vano, ya que parece estar escrito que tenía que pasar. Al menos ya nunca volverás a tener miedo. 
O quizá era un conejo... 

domingo, 26 de febrero de 2017

Sobre conect@verroes

Me dijeron: "Escribe un blog sobre Filosofía Medieval", e inevitablemente esas palabras me produjeron una arcada. La idea de escribir sobre vírgenes y dioses me causaba repulsión, por mis antecedentes. Es verdad, lo reconozco, he sido muy católica, y el cambio de orientaciones casi me ha colocado en las antípodas. Pero ahora veo el error, mi error, que fue identificar los conceptos de Dios y divinidad con catolicismo, y peor aún: con Iglesia. 
Y es que es inútil tratar de convencerse con unas creencias impropias en el sentido estricto. Impropias porque no me son propias; porque no son las mías. Y cuanto más perforo el asunto más claro lo veo: no tengo problemas con el origen del mundo, ni con los comportamientos y valores adecuados, porque algo dentro de mí, algo mío, ya me dice cuál es la respuesta correcta, y que no me encuentro tan alejada de ella. 
No me importa qué tal suene, ni que alguien intente poner trabas a lo que escribo: que no es actual, que no es tiempo ni lugar para preocuparse por ello. No me importa, porque estudio Filosofía y me parece importante preguntarse por lo trascendente: porque lo que aquí se cuece lo sabemos todos. Lo vemos. Sabemos de alguna forma, que el mundo es corrupto, ya sea por naturaleza, ya por sociedad. Pero, ¿qué hay detrás de esa piedra?, ¿y de la Luna, y de la Ley de la Gravedad, y de los ejes cartesianos? No sé los demás, pero yo quiero saber la respuesta.
Aunque bien sé que no la encontraré nunca. 
Y quiero escribir en mi blog de Medieval. 
Y hoy es 26 de febrero, y me la pela. 
http://conectaverroes.blogspot.com.es/ 

sábado, 21 de enero de 2017

Sobre Crátilo, el coherente escéptico






































                                                                                                                                                       .

Sobre Pirrón: los tropos escépticos.

Esta mañana me reencontré con Pirrón. Como no podía ser de otra forma, he venido a determinarlo. Es un vicio esto de determinar. A saber qué dirían de mí los escépticos...
El escepticismo niega lo innegable: los primeros principios y las verdades primeras. Niega el principio de no contradicción; niega el "pienso, luego existo" y se apoya en la misma contradicción. Esto es, afirman con certeza que no hay nada cierto.
Para algunos es inadmisible... Desearían golpear y quemar al escéptico hasta el límite de sus fuerzas, hasta que se viera obligado por el peso de la circunstancia a admitir que ser quemado y golpeado no es lo mismo que no serlo. Sin embargo de todo se puede extraer algo remotamente positivo.
El escéptico se pone en la piel del dogmático y trata de destruirlo desde dentro. El dogmático cree en el conocimiento, y en nuestra capacidad para llegar a él, bien sea a través de la experiencia o la razón. Pero los sentidos nos engañan: son falsos, y no solamente falsos, sino variables de unos a otros, y respecto a los animales: mis demonios no se distinguen tanto de otros ángeles. La razón orbita al rededor de razonamientos infinitos, circulares, que se sostienen necesariamente: no pueden desprenderse si lo que quieren es no precipitar. Están ilegítimamente dados por buenos, sin más, y forman parte necesaria de la cadena causal en la que los efectos son rotundamente necesarios.
El escéptico no afirma, sólo duda, y así logra que los errores e imprudencias de otras tendencias se manifiesten. El escéptico renuncia a la razón, pero la suya no es una renuncia vacía. Sabe que la razón es un carcelero contrapuesto a la felicidad humana. Y si acaso dejarla atrás no fuera suficiente para ser más felices, al menos sí viviríamos más tranquilos. Libres de todas sus cadenas.
Cerdos racionalistas, me habéis acuchillado la razón con la razón.

lunes, 16 de enero de 2017

Le debemos un gallo a Sócrates

No sé por qué, pero me apetece escribir. 
El aire contaminado de Madrid puede ser muy frío a las cinco de la mañana, colarse por cualquier rendija secreta para ponerse en contacto conmigo y amargarme la piel. Es enero, hace frío, un frío que pela, y estoy en la calle; llevo en la calle muchas horas.
Me apetece escribir y no sé por qué. La ciudad está dormida. Hasta los bares duermen, o al menos así es para mí. Personas que inventan la fiesta, la llevan allá por donde van, por bandera, sale al campo de batalla a enfrentarse a esa vida de la que huyen: su vida. El cielo está despejado y no brilla ni una puñetera estrella. La luna parece un centinela en lo alto del cielo, sembrando distancias entre azoteas. Pronto el Sol hará acto de presencia; pero todavía no... Todavía no es tarde para llamar noche a la madrugada y enfrentarnos así a la cruda realidad: nos aborda un nuevo día, y nosotros seguimos siendo los mismos, los que éramos ayer, despeinados, sudorosos, congelados... Pero los mismos. 
He leído mil veces acerca de despedidas, he intentado lanzarme a escribir decenas de ellas, y ahora que me enfrento a una, a una literal, a una que de verdad sé en qué consiste, me vienen a la cabeza aquellas palabras. Y sé que todas y cada una de ellas son ciertas. 
Sé lo que es dar ese abrazo que intenta condensarlo todo: lo que hemos y lo que jamás habremos vivido. El intercambio de palabras insulsas sobre cualquier tema sin importancia alguna para intentar eliminar dramatismos y retrasar, disimular hasta el extremo esa última sonrisa húmeda, cargada de lágrimas que tarde o temprano encharca los recuerdos, y yo lo sé. Yo ya ni siquiera trato de disimular. 
Somos esclavos del presente, y este está condenado irremediablemente a ser pasado; a pasar. Los griegos antiguos quisieron que nos encontrásemos aquí, y eso, amigo, merece un sacrificio a modo de ofrenda. 
Sócrates le debía un gallo a Asclepio. Nosotros se lo debemos a Sócrates. Le debemos un gallo al mayor desastre de entre los hombres, al más sabio, aun reconociendo que no sabía nada. 
Le debemos un gallo a Sócrates.