sábado, 21 de enero de 2017

Sobre Pirrón: los tropos escépticos.

Esta mañana me reencontré con Pirrón. Como no podía ser de otra forma, he venido a determinarlo. Es un vicio esto de determinar. A saber qué dirían de mí los escépticos...
El escepticismo niega lo innegable: los primeros principios y las verdades primeras. Niega el principio de no contradicción; niega el "pienso, luego existo" y se apoya en la misma contradicción. Esto es, afirman con certeza que no hay nada cierto.
Para algunos es inadmisible... Desearían golpear y quemar al escéptico hasta el límite de sus fuerzas, hasta que se viera obligado por el peso de la circunstancia a admitir que ser quemado y golpeado no es lo mismo que no serlo. Sin embargo de todo se puede extraer algo remotamente positivo.
El escéptico se pone en la piel del dogmático y trata de destruirlo desde dentro. El dogmático cree en el conocimiento, y en nuestra capacidad para llegar a él, bien sea a través de la experiencia o la razón. Pero los sentidos nos engañan: son falsos, y no solamente falsos, sino variables de unos a otros, y respecto a los animales: mis demonios no se distinguen tanto de otros ángeles. La razón orbita al rededor de razonamientos infinitos, circulares, que se sostienen necesariamente: no pueden desprenderse si lo que quieren es no precipitar. Están ilegítimamente dados por buenos, sin más, y forman parte necesaria de la cadena causal en la que los efectos son rotundamente necesarios.
El escéptico no afirma, sólo duda, y así logra que los errores e imprudencias de otras tendencias se manifiesten. El escéptico renuncia a la razón, pero la suya no es una renuncia vacía. Sabe que la razón es un carcelero contrapuesto a la felicidad humana. Y si acaso dejarla atrás no fuera suficiente para ser más felices, al menos sí viviríamos más tranquilos. Libres de todas sus cadenas.
Cerdos racionalistas, me habéis acuchillado la razón con la razón.

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