lunes, 10 de septiembre de 2018

Era (solo) una pesadilla


            Anoche soñé con la Muerte. Vestía túnica y portaba guadaña: una imagen bastante verosímil con las descripciones que tradicionalmente se le han adjudicado. No pude ver su rostro, no pude mirarla a la cara, pero en el fondo sabía que no era necesario para saber que era la representación perfecta del sudor frío: del pecho encogido y el delirio de la agonía.
            Era negra, proyectaba tinieblas. Pero aquel color era totalmente desconocido para el ojo humano. Era profundo y oscuro como el vacío que deja la ausencia.
            No le tenía miedo. Jugaba a seducirme, y yo le seguía el juego. Corría calle arriba, delante de ella. Me perseguía, azotándome de vez en cuando con su guadaña. Y entonces, estando a solas con ella en plena madrugada, vi el coche fúnebre, y mi casa en tinieblas. Y fue cuando me abrazó. Me había arrancado un trozo de alma, se lo había llevado para siempre y, sin embargo, ahí estaba, sosteniéndome, secándome las lágrimas con tela oscura. Quería consolarme.
            Pero no. Se había ido por su causa. Había venido a dejarme sin ella. De nada servía que intentase aparentar dulzura, y calidez. ¿Cómo podía reconfortarme, después de haberme helado hasta los huesos?
            Cuando desperté bañada en lágrimas supe que aquello no había sido más que un truco: jugar al engaño, jugar a que no le tenía miedo. Recuerdo que le pegué tres veces con el puño izquierdo, cada vez con menos fuerza y más impotencia. Fue el último acto de rebeldía antes de regresar de Oniria. Sin embargo, no dejo de estar asustada. No por mí… No por mí, sino por aquellos que veré partir antes de marcharme.
            Al menos, por ahora, solo fue un mal sueño.

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