jueves, 15 de noviembre de 2018

La casa de un mendigo


Cuando era pequeña estaba convencida de que los maniquís de lo escaparates eran personas que soñaban con ser modelo de revista. Era un estadio previo, un modo de preparatoria u oposición: volverse experto en soportar miradas. Miradas de todo tipo: lascivas, de repulsión, de deseo, de indiferencia, de lástima…
         Con los años, como era de esperar, descubrí que me equivocaba. Pero, como en absolutamente todas las caras reversas de la realidad, había algo de cierto en aquellas creencias infantiles. Por su condición individual, independiente de ese otro que camina siempre sin atreverse a contemplar directamente, muchos se han visto obligados a ser expertos en soportar miradas.
      A la salida de los cines de Princesa, en los bajos de Ventura Rodríguez, viven muchos vagabundos. Recuerdo que la policía se paraba en mitad del pasadizo a controlar la situación: a proteger a la avalancha de gente acobardada de cuatro o cinco indigentes. Ni siquiera nos veían. Es así: así es su vida. Ser temidos sin ser comprendidos, ser rehuidos por puros desconocidos. Ser tratados como si no fueran. Como si no fuesen nada con nombre y apellidos, y una historia.
            De entre todos los garitos cochambrosos, hechos de todo, había uno construido de ironía. Un mendigo dormía en un colchón de noventa. Tenía un paraguas como puerta y, como paredes, carteles de viejas películas. Lo miré un segundo sin decir nada. intuyo que era joven, pero endurecido por la frialdad que le enseñaron las calles y los comentarios de los espectadores que abandonan las salas de proyección. La pura belleza estética hecha imagen.
        Me pregunto si algún día sabrá que él fue protagonista de esta película que duró un solo segundo y que ya no podré olvidar cada vez que alguien me pida una triste moneda. Hasta dónde ha llegado el mundo, que somos capaces de temer lo que ni tiene ni quiere nada que no le pertenezca.


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