Cuando era pequeña estaba convencida
de que los maniquís de lo escaparates eran personas que soñaban con ser modelo
de revista. Era un estadio previo, un modo de preparatoria u oposición:
volverse experto en soportar miradas. Miradas de todo tipo: lascivas, de
repulsión, de deseo, de indiferencia, de lástima…
Con los
años, como era de esperar, descubrí que me equivocaba. Pero, como en
absolutamente todas las caras reversas de la realidad, había algo de cierto en
aquellas creencias infantiles. Por su condición individual, independiente de
ese otro que camina siempre sin atreverse a contemplar directamente, muchos se
han visto obligados a ser expertos en soportar miradas.
A la salida
de los cines de Princesa, en los bajos de Ventura Rodríguez, viven muchos
vagabundos. Recuerdo que la policía se paraba en mitad del pasadizo a controlar
la situación: a proteger a la avalancha de gente acobardada de cuatro o cinco
indigentes. Ni siquiera nos veían. Es así: así es su vida. Ser temidos sin ser
comprendidos, ser rehuidos por puros desconocidos. Ser tratados como si no fueran.
Como si no fuesen nada con nombre y apellidos, y una historia.
De entre
todos los garitos cochambrosos, hechos de todo, había uno construido de ironía.
Un mendigo dormía en un colchón de noventa. Tenía un paraguas como puerta y,
como paredes, carteles de viejas películas. Lo miré un segundo sin decir nada.
intuyo que era joven, pero endurecido por la frialdad que le enseñaron las
calles y los comentarios de los espectadores que abandonan las salas de
proyección. La pura belleza estética hecha imagen.
Me pregunto
si algún día sabrá que él fue protagonista de esta película que duró un solo
segundo y que ya no podré olvidar cada vez que alguien me pida una triste
moneda. Hasta dónde ha llegado el mundo, que somos capaces de temer lo que ni
tiene ni quiere nada que no le pertenezca.
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