viernes, 6 de diciembre de 2013

A modo de historia

A las nueve en punto cogí un taxi. Sólo podía pensar en salir de allí. De nuevo el frío me atravesaba, a pesar de tolerarlo más que al calor. 

Durante el trayecto me pareció verlo varias veces, cada vez que un semáforo nos desafiaba poniéndose en rojo. En cada paso de cebra, en cada parada de bus, en la puerta de todos los cafés, allí lo encontré. Llevaba su abrigo negro (el que es suave y a la vez áspero, pere que tanto me gusta), unos vaqueros oscuros, zapatos negros y sus gafas de sol. Sí, además llevaba las gafas, el muy capullo.

El taxista vacila, le pido que tome el camino rápido. No quería verle más, no debería seguir por las ruínas en llamas de mi mente. Las nueve y cuarto, el puente se había levantado, como de costumbre, <<Mierda, lo que faltaba>> pensé. Mirar por la ventanilla era lo último que deseaba hacer en el mundo. Sabía que si lo hacía allí estaría él. Pero tonta de mí y toda mi raza —la humana—, como el ratón que intenta coger el queso sin caer en la trampa, miré. Y no me equivocaba, apoyado en la barandilla de mi izquierda. 

Con el mar como decorado de fondo, se quitó las gafas y me miró con esos ojos profundos y entrañables. Aquellos ojos sinceros y mentirosos parecían pedir perdón a gritos, mientras se ahogaban en lágrimas. Ciertamente, parecía que el mar menguaba, mientras mi compasión crecía y sus ojos se volvían cada vez más rojos.

<<Lo siento>> le oí susurrar <<No puedo dejarte marchar>>. Aún faltaban sus buenos diez minutos para que el puente bajara y pudiésemos ponernos en camino de nuevo. Tomé aire una vez más —como siempre— y salí del taxi. (...) 

                                                                                                         —Reven 

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