Últimamente
me da por pensar que el romanticismo ha muerto. Las canciones han mutado: se
han transformado en algo sin nombre ni alma. Pero no hablo de un romanticismo
equívoco, sino del sacrosanto imperativo, la máxima expresión de libro, lienzo
y pentagrama.
Salir por la
ciudad desnuda se banaliza día tras día, segundo a segundo, lágrima a lágrima. Las
calles no están desiertas; nunca lo han estado. La música emana de cada antro,
y todas se mezclan en el barullo de pasos y risas. Peleas coronan las esquinas
y todos los cruces, hasta los de miradas.
Estoy en una
calle oscura, en pleno centro de la ciudad. Malasaña coronó a muchos artistas. Los
ochenta parecen no morir nunca en sus entrañas. Los adoquines se hunden y
levantan, hacen baches que dificultan el paseo de quien vaga en busca de nada más
que un buen trago, y otro más, y otro más… Un traspiés y verse enredado en un
bar. Junto a la barra la conciencia se emborrona y clarifica las ideas. No sé
cómo ni por qué, el mundo ahora parece representar la escena más importante de
la obra. Todos a sus puestos, todos ocupando su lugar, mirando al frente, su
frente, su paladar.
A ocho euros
la copa la conversación obliga, impera, se abre paso entre conocidos y
extraños. De repente el observador se ve involucrado en el juego de miradas: un
juego en el cual el que gana siempre pierde, y viceversa. Esto no suele
ocurrir, no en mi mundo, no a mi. ..
Ya dieron
las doce. Ya puedo tomarme la licencia de correr al nuevo día o dejarme llevar.
La noche cerrada y sin luna no deja mucho lugar a opciones ni dudas. Detectar
el paso del tiempo es casi imposible en un lugar como este, donde colisionan
pasado y presente. No sé quién eres, no sé quién soy. No recuerdo cómo llegué
hasta aquí, pero sé que no podría haber caído en otro lugar.
No sé qué
quieres, no sé qué bebes, pero es transparente y juega a mezclarse con mi
bebida oscura y dulzona. Hasta la última gota. Hasta el último aliento se
perpetúa el baile de luces y sombras. El escenario es un templo, y esta noche
abre sus puertas a sus hijos pródigos. Interpretan sus himnos, comen su cuerpo,
beben su sangre, cual ceremonia litúrgica. Se aman como en un ritual pagano.
Sus manos se tocan, y son las mismas consagrando su buen nombre. Las mismas que
el pasado siglo.
Se apagan
las luces, los siento cerca. Mis hermanos, revolucionarios. El ayer os trató
como merecíais. Hoy la sociedad nos castiga por vuestras malas artes, pero no
nos importa. A nadie parece haberle tocado el papel fácil en esta historia. Tampoco lo es dejarte marchar tras esa
hoguera. Ha llegado el momento del adiós, y a Dios encomiendo la gracia de
volver a verte. A fin de cuentas no soy más que otra sombra proyectada por las
farolas de las callejuelas, que por suerte o por desgracia, terminó envuelta en
la nostalgia del bar de La Chica de Ayer.
A la mañana siguiente abrieron el
sepulcro y ya no estaba. Desde Avenida Séneca, acordándome de El Pentagrama.