miércoles, 15 de julio de 2015

Acto cuarto

El sonido de unos pequeños pies correteando por la acera recuerda a la lejana infancia. A la inocencia. Por la carretera un coche negro como el carbón le pita a un señor que cruza el paso de cebra corriendo en el último instante, cuando su semáforo ha cambiado a rojo. Rojo como la sangre y el dolor de las rodillas rasgadas. Cuántas veces me riñeron por correr en las aceras de la avenida...
Muchas son las noches que han pasado desde entonces. El mundo me grita que me aparte del pasado, que ya huele a azufre y tierra mojada. Me dicen que sea fuerte, que en eso consiste todo. Que olvide el escenario de una vez y que eche mano del telón. Pero detesto pensar en ti como un ejercicio de resistencia.
Las obras de García Lorca fueron escritas en el pasado. Eso no quita que nosotros lo devolvamos a la vida con nuestras representaciones.

sábado, 11 de julio de 2015

Carlota

La tierra mojada tiene un olor irresistible. Más que irresistible. Una niña de cabello rubio que está sentada a mi lado agarra un puñado y se lo mete a la boca. Con una gran sonrisa me ofrece el apetitoso manjar <<¿quieres un poco?>>. Sus mejillas sonrosadas contrastan con la palidez de su rostro. Los ojos color caramelo son cálidos y le portan un aire infantil que la hace parecer más joven de lo que seguramente sea en realidad.

Su vestido blanco de volantes  está manchado por la hierba y el barro, al igual que el área de piel que rodea su boca. <<¿Quieres un poco?>> Me repite. Mojo entonces la punta de los dedos en el terreno arcilloso y chupo la tierra tímidamente. <<¡Es increíble! ¡Sabe a chocolate!>> exclamo. <<¿Ves? Algunas cosas no son lo que parecen>> me responde la niña. 

jueves, 9 de julio de 2015

La rueda

En el bosque se siente girar la rueda del tiempo. Avanzan las noches acabando con los días, marchitando las flores silvestres y los juncos que crecen a los pies del arroyo. Las estrellas queman el cielo inmenso, tratando de hacerle la competencia al sol. La luna, sin embargo, no es a ellas a quienes observa.
Hay hombres en mitad del claro. Su pelo, su barba, cada vez más largos y canosos. Sus ojos tristes lloran pidiendo a gritos ayuda. Que alguien detenga el compás. Sus manos arrugadas sostienen sus cabezas agachadas, sus piernas cansadas, desgastadas por los años, se entrelazan y tiemblan, y sus corazones rotos no dejan de sangrar tinta y aceite.
De repente uno de ellos se levanta dispuesto a socorrer a sus compañeros, a hacerle frente a rueda terrible. Así deben ser todos los hombres valientes. Agarra la manivela y lucha con los engranajes. Suda, llora; pero nada de eso le importa porque, a fin de cuentas, logra tornar su sentido de giro.
Su pelo, su barba, menguan en longitud y recuperan el castaño que un día debieron tener. Sus ojos grises irradiar de nuevo el perdido calor juvenil. Las flores vuelven a ser erguidas, el agua fluye rumbo a la montaña, olvidando su desembocadura, y se congela. Estrellas antiguas reaparecen, y la luna se reencuentra con su sol.
Los hombres ya no están tristes. Con sus manos tersas acarician la hierba, saltan el fuego con sus fuertes piernas. Ríen.
Ríen, y la rueda los castiga deteniendo el rebobinado del tiempo. En cuestión de instantes la palidez vuelve a sus rostros y las arrugas corrompen otra vez su piel. Sin embargo, ninguno de ellos llora. No. Ahora sonríen, porque han tenido valor para regresar. Por recuperar la emoción adolescente que los alejaba del peligro y el miedo. Y nunca, nunca más olvidarán vivir con cada latido.