lunes, 26 de febrero de 2018

Atocha

Aquella tarde te volviste a marchar dejando tras de ti un sentimiento de nostalgia crónica. Un sentimiento sedante, como de finales de verano, una armonía tenue que anuncia septiembre. Parece mentira que nuestra historia nos conduzca siempre hasta este mismo punto: solas. Juntas, sin miedo… pero solas, al fin y al cabo.
            Antes fue allá, en La Mancha, profunda y lejos de aquí. Antes sólo había tierra y cielo, y nada más. Unos cuantos trozos de pavimento mal asfaltado; un par de bancos destartalados frente al horizonte plano; cáscaras de pipas en el suelo y una lata que se vacía. “Qué envidia me da… Ojalá poder subir a un tren y huir hacia cualquier parte… ¿Quieres que bajemos al frontón? Va… Total, estamos solas y tenemos tiempo”. Todo el tiempo del mundo.
            Atocha es lugar de reencuentros y despedidas. Sus propias baldosas la delatan, dilatando el tiempo con el runrún de las maletas en los adoquines rugosos. El traqueteo del metro que se aleja devuelve los recuerdos al pasado para traer nuevos a coalición. Al presente inmediato, al ahora.
            Ahora la estación nos contempla, rodeadas de gente. Aquí no hay llanuras ni horizontes vacíos, y pese a ello nosotras seguimos estando solas, una vez más. Ahora no miramos los silos, sino la pantalla de horario-destino; pero en el fondo nada ha cambiado. El eterno retorno nos ha desplazado al mismo sitio, aun estando en el lugar al que siempre quisimos pertenecer.
            “Qué envidia me da. Ojalá estar de aquí a dos horas y cuarenta y cinco minutos en Barcelona… ¿Quieres que vayamos a Moncloa a sentarnos al sol un rato? Vale. Total, tenemos tiempo”.

            En ese instante comprendí la escasez de valor de las circunstancias. ¿Qué importa si es el Pocillo, las barcas del Retiro, la Iglesia o el Palacio Real? Pase lo que pase la vida nos devuelve al mismo lugar absoluto, donde todo a nuestro alrededor pasa, y nosotras seguimos aquí, absolutamente solas, contemplando la nada. 

lunes, 12 de febrero de 2018

EL PENTAGRAMA


            Últimamente me da por pensar que el romanticismo ha muerto. Las canciones han mutado: se han transformado en algo sin nombre ni alma. Pero no hablo de un romanticismo equívoco, sino del sacrosanto imperativo, la máxima expresión de libro, lienzo y pentagrama.
            Salir por la ciudad desnuda se banaliza día tras día, segundo a segundo, lágrima a lágrima. Las calles no están desiertas; nunca lo han estado. La música emana de cada antro, y todas se mezclan en el barullo de pasos y risas. Peleas coronan las esquinas y todos los cruces, hasta los de miradas.
            Estoy en una calle oscura, en pleno centro de la ciudad. Malasaña coronó a muchos artistas. Los ochenta parecen no morir nunca en sus entrañas. Los adoquines se hunden y levantan, hacen baches que dificultan el paseo de quien vaga en busca de nada más que un buen trago, y otro más, y otro más… Un traspiés y verse enredado en un bar. Junto a la barra la conciencia se emborrona y clarifica las ideas. No sé cómo ni por qué, el mundo ahora parece representar la escena más importante de la obra. Todos a sus puestos, todos ocupando su lugar, mirando al frente, su frente, su paladar.
            A ocho euros la copa la conversación obliga, impera, se abre paso entre conocidos y extraños. De repente el observador se ve involucrado en el juego de miradas: un juego en el cual el que gana siempre pierde, y viceversa. Esto no suele ocurrir, no en mi mundo, no a mi. ..
            Ya dieron las doce. Ya puedo tomarme la licencia de correr al nuevo día o dejarme llevar. La noche cerrada y sin luna no deja mucho lugar a opciones ni dudas. Detectar el paso del tiempo es casi imposible en un lugar como este, donde colisionan pasado y presente. No sé quién eres, no sé quién soy. No recuerdo cómo llegué hasta aquí, pero sé que no podría haber caído en otro lugar.
            No sé qué quieres, no sé qué bebes, pero es transparente y juega a mezclarse con mi bebida oscura y dulzona. Hasta la última gota. Hasta el último aliento se perpetúa el baile de luces y sombras. El escenario es un templo, y esta noche abre sus puertas a sus hijos pródigos. Interpretan sus himnos, comen su cuerpo, beben su sangre, cual ceremonia litúrgica. Se aman como en un ritual pagano. Sus manos se tocan, y son las mismas consagrando su buen nombre. Las mismas que el pasado siglo.
            Se apagan las luces, los siento cerca. Mis hermanos, revolucionarios. El ayer os trató como merecíais. Hoy la sociedad nos castiga por vuestras malas artes, pero no nos importa. A nadie parece haberle tocado el papel fácil en esta historia.  Tampoco lo es dejarte marchar tras esa hoguera. Ha llegado el momento del adiós, y a Dios encomiendo la gracia de volver a verte. A fin de cuentas no soy más que otra sombra proyectada por las farolas de las callejuelas, que por suerte o por desgracia, terminó envuelta en la nostalgia del bar de La Chica de Ayer.
A la mañana siguiente abrieron el sepulcro y ya no estaba. Desde Avenida Séneca, acordándome de El Pentagrama.