lunes, 9 de noviembre de 2015

Una lista de inutilidades

Son muchas las veces que he pensado seriamente en confeccionar una lista con las mil situaciones cotidianas más crueles que atestan nuestras realidades. Aunque no sé si en el fondo sería útil, porque todos sin excepción estamos hartos de identificarlas día a día, y más aún de no poder esquivarlas. En cualquier caso las crisis de identidad figurarían en mi lista de inutilidades, y es eso precisamente lo que esta noche me lleva a encender el portátil y teclear, que no escribir, pues hace mucho que no logro escribir nada. Y <<mucho>> es demasiado tiempo.
Desde hace meses soy incapaz de concentrarme en nada que no sean los asuntos oficiales (instituto, instituto y más instituto), o más bien de querer hacerlo, y de nada me sirve tal sacrificio. Cuanto más me empeño, cuanto más me esfuerzo, cuanta más tinta sangran mis pupilas, cuanto más se me oxida el cerebro, peores resultados obtengo. A cambio mis ideas se pudren antes incluso de tener oportunidad de ser expuestas. Se marchitan como esas flores arrancadas de cuajo que traía a casa cuando era pequeña, robadas de cualquier parque, y que mi madre ponía dentro de un jarrón con agua con el mero propósito de <<hacerlas aguantar>>, de alargar su agonía. Pobres flores sentenciadas a muerte. 
No es que sea culpa mía, ni tampoco que deje de serlo. Siento las palabras, los términos y sus energías brotar y deslizárseme por los poros como una corriente eléctrica, sin embargo ni mi cabeza sintetiza los vocablos, ni mis dedos saben cómo transmitirlos. Mis torpes órganos semiatrofiados no pueden responder. No quieren responder, y aunque quisieran, no podrían hacerlo. Es curioso que esto mismo le ocurra a mi alma irascible, la que siente las pasiones, las nobles, cuya virtud máxima debería ser la templanza, y digo debería porque, en mi caso, no lo es (o sí, porque deber, debe, pero no lo hace: no respira, no sosiega, no afronta desde la calma. No busca su naturaleza, No la encuentra...). Y más gracioso todavía es el hecho de que ahora, cuando al fin he comprendido el manual de instrucciones del alma racional y sé utilizarla, los pasos previos comienzan a fallar. ¿Será esa la cuestión? ¿Significa todo esto que la verdadera raíz de mis problemas está en mi abdomen? Si es así, ¿qué coño les pasa a mis tripas? ¿Por qué no me hablan de una jodida vez para permitirme buscar una solución? Quizá ellas tampoco pueden reconocerme. Ni yo misma puedo hacerlo. 
No sé quién es esta persona incapaz de apasionarse por ninguna historia: enterrarse en las páginas de un libro cualquiera y, por grande que fuera el tostón, tragárselo hasta el final y hallar un buen motivo por el que hubiera merecido la pena hacerlo. Esta, que sostiene Niebla en una mano y el teléfono en la otra reclamando su atención y no piensa en a qué llamada responder antes, sino cuál de los dos objetos estampar primero contra la pared.  Quién es esta que tolera la Verdana y detesta la puñetera Trebuchet; esta, que el 9 de noviembre no se acuerda de los Cristales Rotos y del Muro de Berlín. Quién soy yo si el 18 de brumario olvido a mi Napoleón. Exacto: yo no soy nadie. 
Estaba cansada de ser solamente yo. Ahora daría lo que fuera por volver a serlo.