El Diluvio Universal baña las calles. Dentro de la cocina estalla la tormenta.
Así lo sentía Dante, y
tal vez no se equivocaba. Algo fue pensado para ella: un papel con el que tenía
que cumplir, sin remedio. Un demonio más cruzando el Aqueronte... ¡al encuentro
de carne fresca! Y todo esto: este mundo, su moralidad desgastada. Todo ajeno a
su voluntad.
Pero el mismísimo Lucifer
se rebeló, puso el cielo patas arriba, por el libre albedrío. Ella también
estaba dispuesta (tenía que estarlo) a hacerlo todo pedazos. Quizá nadie pueda
elegir cómo se siente, ni siquiera estar preparado para lo que ha de venir, sin
remedio. Sin embargo, en la esfera de la conducta, todavía tiene lugar el acto
libre a pesar de uno mismo.
Comienza entonces su cruzada.
— ¿Qué locura has inventado esta
mañana?
— Yo no invento nunca nada, y menos
locuras: eso es de locos. Todo está ahí, como flotando.
— Ah, ¿sí? ¿Estás completamente seguro?
—cambia el gesto. Se acerca lentamente: no le permitirá seguir esquivando
proyectiles.
— Por supuesto –con suficiencia Galileo
da una larga calada a su cigarro—. ¿Te importaría pasarme la pluma?
Dante obedece, sin olvidar ni por un
segundo su propósito. Tal vez fuera buena idea meditar las preguntas, elegir
las exactas. En nada le beneficiaba dar un nuevo motivo a Galileo para que se
le ocurriera alguna genialidad o conjetura sobre si estaba o no perdiendo el
juicio. Pero no puede resistirse.
— ¿Qué me dices de lo que hay allí abajo?
Todo eso… ¿también flota?
— ¿Dónde es allí abajo?
Galileo la mira directamente a los
ojos, y no la encuentra. Dante no está aquí; está en otro lugar. No están sus
pupilas, solo brilla en el vacío el fuego de otros tiempos. Fluyen ríos salados
por sus mejillas ruborizadas, abrasándolas como lava.
— ¿Qué hay allí, Dante?
— Frío y lamentaciones.
Del desconcierto pasó a la ternura, y
parecía empezar a entender su infierno. Él escucha la sinfonía de un Dios en el
que nunca ha creído. No depende de que exista o no exista. Eso es irrelevante:
importa porque le duele.
— Podría protegerte del frío –en
realidad no se le ocurriría nada mejor que hacer o decir.
— Frío y fuego. Aunque te cueste
creerlo, necesito que confíes en mí: la contradicción es soportable. Pero no lo
es el miedo. No para mí.
Detrás de esos grandes y oscuros ojos
seguía sin estar Dante. No sabía si habría algo o habría nada.
— ¿Qué puede ser tan malo, que trae al
presente lo ausente?
— El día que nací mi madre dio a luz a
dos gemelos: nací yo, y nació el miedo. Y ya nunca pudimos separarnos.
— Así nació el Leviatán.
Ahí va el fuego de otros tiempos.
Agarra Dante la mano a Galileo.
— Tú hazme feliz con tus juegos
lógicos.
— Con mis mentiras, querrás decir.
La sonrisa vuelve a sus labios y,
cuando le redibuja el rostro, rescata del infierno su mirada.
— Entonces juguemos a contar bonitas mentiras
por un rato.
— ¿La lógica no es ya lo
suficientemente bella?
— La belleza no necesita ser pensada…
— … la belleza sobreviene
Dante besa suave y fugazmente sus
labios. Sin alejarse más de lo estrictamente necesario, revela:
— Has acertado.
Allí estaba Dante.
Tentadora, con el universo en sus manos y un secreto (a gritos) inconfesable.
Como caída del cielo. Entonces Galileo dejó de jugar y de mentir. Al menos
por ese instante de belleza sobrevenida.
Forzados a vivir del
recuerdo es difícil respirar el nuevo día. Pero aquel día era suyo. Solamente
suyo. Y ella, su noche más profunda y hermosa.