Desde el
principio de los tiempos parece necesario decantarse por una opción
irrevocable. Por obligación o por necesidad. Las circunstancias apremian, y en
ocasiones no cabe (no debería caber) lugar a dudas. A veces es fácil, si se hace
el mínimo esfuerzo deliberativo. Sin embargo muchas otras las condiciones
sobrevienen y es imposible no sentirse perdido. Es imposible no sentirme fuera
de tiempo y de lugar.
Entonces intentamos
disolver la dependencia circunstancial. Se puede ser fiel a Aristóteles y
pensar en lo tangible, en lo que se presenta como inmediatamente real. Real es
el sol, que brilla por encima de nuestras cabezas; las estrellas, que nacen y
mueren a años luz. También lo es el rubor que tiñe de rojo las mejillas, las
lágrimas y aquello que las causa. Causas… Todo podría reducirse a eso: a
la sucesión de causas que vincula lo tangible.
Lo tangible
por definición cartesiana es lo extenso: es la materia, son los cuerpos. Los cuerpos
relacionados entre sí por inclusión, proximidad o lejanía: por posición. Por el
lugar que ocupan. Mejor nos iría si reconociéramos dónde está el nuestro. Aquí,
allá. Aquí donde estés tú; allá donde yo me halle.
En cierto
sentido se puede afirmar, casi rotundamente, que depende. Que ese lugar, ese
espacio que nos contiene, es relativo. Relativo al uno respecto del otro. A mí,
respecto al mundo; al mundo respecto a todo. A todo excepto a las dudas. No hay
lugar a dudas. En sentido relativo, no hay lugar. Porque no hay espacio
imaginable sin materia: las dudas no parecen ser materiales.
Lo mismo
ocurre con el tiempo sin el cambio: que no existe si no es relativo a la
sucesión de momentos. No podemos hablar de momentos sin que un cambio suceda,
sin nada que marque un antes y un después. Sin un antes y un después, sin su
frontera, es difícil hablar del tiempo: hablar de pasado, presente y futuro
(¿de qué?). O el tiempo y su paso, tangible, son relativos al cambio, o debe
haber una manera de existir en otro tiempo. Uno al que no relativice el
comienzo.
Las cosas son aquí. Son así y son ahora; pero pudieron también
no serlo. Pudo no haber origen del universo temporal: pudo ser una condición
previa. Porque tuvo que haber algo antes del origen de todo, y todo tuvo que
aparecer en alguna parte. Aunque sea difícil, aunque cueste pensar en el vacío,
más me cuesta pensar en la nada. Porque de la nada no pudo surgir ese todo tan
inmenso. O, ¿acaso habrá que seguir creyendo en la sucesión de contrarios?
¿Acaso es
cierto que del amor surge el odio, y viceversa, y resulta que el orden se
contesta a sí mismo con el caos? No sé por qué pensar en el vacío frente al
vacío me resulta tan complicado.
Tanto lo finito
como su contrario son complicados de imaginar.
No tienen
sentido la experiencia fuera del ahora. Sentido temporal, quiero decir. No hay
un antes ni un después. Vivir y morir es indistinguible, son lo mismo, en
términos absolutos.
Esta es la
vida real, con todas sus condiciones previas. Sin ellas no se me ocurre en
absoluto otra forma de pensar que el universo sea posible.
Y entonces,
ahora, llega la entropía estallando cristales. El tiempo pasa, indudablemente. Pasa,
al margen de que nada más pase. Y cuanto más pasa, más lleva el orden a la
destrucción. Y no parece que haya vuelta
atrás posible: responder al futuro con el pasado. Sobre el pasado se conoce
todo lo cognoscible; sobre el futuro es imposible certificar nada.
Nada tiene solución posible, sino
ahogarse en el finito presente.