domingo, 5 de marzo de 2017

Un zorro en la carretera

Anoche encontré en mitad de la carretera un animal muerto: un zorro atropellado por al menos tres coches más (y digo más porque fue inevitable volver a pasar por encima de él). Su sangre manchaba las líneas discontinuas que separan los carriles. Yo sigo adelante, siempre adelante, sin embargo no puedo evitar pensar en ese cuerpecito inerte en el que nadie más piensa.
Se ha quedado ahí, mudo en medio del frío. No gruñe, no aúlla, no emite ya sonido alguno, y aun con todo el peso de su condición, lo dice todo, absolutamente todo. Esto es el mundo. Así. A menudo nos atropellan, y sin duda parece que cuando, quizá por accidente, alguien o algo lo hace, ya todos los objetos existentes ganan la tendencia y repiten el patrón decenas de veces. Y a veces nosotros mismos tenemos la culpa. 
A veces los faros de un coche nos confunden y creemos que ya ha llegado el día. Salimos a su encuentro y entonces nos traga la noche. Y el resto de vidas siguen, sin nosotros y sin tapujos, los mismos que a nosotros nos faltan a la hora de cazar, pero no nos queda otra, porque si no lo hacemos, si no comemos, moriremos de hambre. Esa parece ser la condición de estar vivo, y el contrato que firmamos sin pensarlo es el de cobrarle a otro la factura de su suerte. 
Puede que no lo veamos, puede que nos creamos libres, cuando en realidad la libertad es todo lo que nos falta por el mero hecho de estar vivos y tener que vivir. Porque otros nos coartan, y coartamos para mantener viva la ilusión. Y hay más. Todos somos un zorrito en mitad de la carretera, y todos llevamos a aquel que mencionaba al principio inevitablemente dentro. Todos vivimos sujetos al miedo y la temeridad, y nos falta el justo medio. A todos nos falta el agacharnos, el asumir que estamos en apuros y aun así lograr plantar cara a los coches. 
Espero, Zorrito, que tu muerte no haya sido en vano, ya que parece estar escrito que tenía que pasar. Al menos ya nunca volverás a tener miedo. 
O quizá era un conejo...