Borbotones de agua fluyen tras
los cristales, discurren rumbo al final de la calle aprovechando la cuesta
abajo. Como un río que susurra eternamente, sin decir palabra alguna porque de
tanto rogar que alguien le escuchara, se quedó sin voz y sin aliento. Pero yo
sé que en realidad, cansado de esperar, ha olvidado su mensaje. Quién fuera
poeta, de los de verdad, para sonreír cuando vinieran días de lluvia.
Quién fuera tinta de pluma,
pentagrama de músico o lienzo de pintor para quedar plasmada en algún lugar.
Para poder aferrarme a algo sólido, o consistente, en lugar de evaporarme, como
ya estoy haciendo. Porque en la eterna disyuntiva ser huella o dejar huella, creo
que prefiero la primera, puesto a que la segunda está cargada de silencio
contenido que el artista tuvo que plasmar en algún lugar para evitar ahogarse.
Como yo misma se siento ahora, que tengo las manos manchadas de ausencia.
Pero en toda mala racha siempre
es posible agarrar un vaso y medio llenarlo con pedacitos de esperanza. Así que,
si ese fluido azul que impregna mi piel resulta haberse convertido en la mayor
de las inspiraciones, no es mala idea exprimirlo antes de que se seque. Como le
pasó a aquel onírico William Shakespeare, quien era dueño de su obra hasta que
se enamoró y el amor le secó el corazón.
Ojalá fuera posible amar sin
fronteras al fuego, dejarme abrasar por sus llamas sin miedo y sin que ningún vendaval
me llevase. Porque tú siempre fuiste eso: un huracán de tiempo y palabras que
me desconcierta y no me dejará dormir hasta que te encuentre. Hasta que el
recuerdo de Bach cese su música y deje paso a nuevos compositores en mi mente.
Primero me enamoraron sus inventos —concretamente el número 13, y siempre en La
menor—. Quién sabe lo que podrá hacer más adelante.
Mañana escribiré todas estas
palabras en algún lugar. Ahora las dejaré dormir en un cajón.
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