El metrónomo del estante dicta un
compás callado. El tiempo pausado recicla su curso y dibuja en el pavimento de
la calle miradas de soslayo y letras desordenadas, sin sentido alguno, mientras
la lluvia seca succiona el agua de los charcos y echa los suspiros a un lado.
Los principios de los finales son
lo más extraño que se puede experimentar. Lejos de lo que viene, pero mucho más
de lo que se va. La inquietud presiona la tráquea; los alfileres que las
mariposas tienen por patas formulan los nervios y se clavan en la parte baja
del vientre; y los ojos deshidratados se
entornan precediendo el llanto. Como al estar decenas de metros por encima del
suelo a punto de caer, aun sabiendo que abajo un colchón de agua aguarda para
amortiguar la caída. El impulso de asomarse solo un poquito más a la ventana
cuando se tiene ya medio cuerpo fuera. Temerario. Palpable y a la vez irreal.
A veces pienso en lo increíblemente
rápido que pasa el tiempo, y como su curso erosiona lo que tenemos por real, y
me siento infinitamente pequeña. Cuando era una niña escribía cuentos sobre la
importancia de la amistad, que más tarde fueron seguidos de las desgarradas
composiciones de mi adolescencia, todo para terminar ambientando historias en
etapas difíciles. Siempre con la contradicción de las dos Alemanias y, en la
cabeza, su muro de Berlín. Siempre a punto de desmembrarme por intentar
alcanzar ambos extremos de la calle aunque a fin de cuentas uno de los dos
termine ganando irremediablemente. Quizá sea eso precisamente lo que me impide
divagar y me hace ser yo misma.
Ahora, teniendo las idea tan
claras como en este momento me es posible, siento mi pasado, lo que hasta ahora
he llamado mi vida, detenerse en
mitad de la calzada. Y me tienta una y otra vez para que vuelva en su busca.
Pero yo sé que no es posible regresar para después volver a partir y además pretender
llevarme todo conmigo. No. Ya no. Tengo un pie en mi nueva vida, y nadie sabe
cómo deseo afrontar todo cuanto en ella me espere.
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