Pero el día treinta
fue mi Día D.
Creía que podría hacerlo,
que lo estaba superando,
y en un abrir y cerrar de ojos
me derrumbé
al ver tu fotografía.
Esa que miro cada mañana
en el corcho de mi habitación
y en el fondo de pantalla de mi móvil,
y que nunca pude quitar
porque no me siento preparada.
Pero sí lo suficientemente frágil
para romper a llorar,
a pesar de aquellas veintinueve noches
de tortura y de silencio.
Esta vez fue diferente.
Habían pasado trescientas sesenta y cinco más
desde aquella en la que te conocí
en todos tus aspectos.
En lo más profundo de tu paganismo.
Aquella madrugada pasó
como la fragilidad de un suspiro
que atraviesa una sonrisa
con la suavidad del algodón.
Como una leve caricia de tu boca.
No podía parar de sonreír.
No podía, ni siquiera
cuando tu mirada pícara
me atravesaba.
Se me clavó en el pecho
con la fuerza de mil alfileres
que más tarde
resultaron ser ardientes dagas.
Llameantes, como el fuego de tus labios,
que devoraba mi sangre
y mi esencia
hasta la última gota del amanecer.
En el horizonte se perdieron nuestros días
sin dejar rastro,
sin dejarme agarrar tu mano
por última vez.
Ni cruzar corriendo la plaza
para abrazarte bajo la sombra
de aquella estatua de papel.
Y así es como fue todo:
suave, sangrante y tan débil
como las mil promesas
que jamás cumpliste.
Y que yo nunca olvidaré.
fue mi Día D.
Creía que podría hacerlo,
que lo estaba superando,
y en un abrir y cerrar de ojos
me derrumbé
al ver tu fotografía.
Esa que miro cada mañana
en el corcho de mi habitación
y en el fondo de pantalla de mi móvil,
y que nunca pude quitar
porque no me siento preparada.
Pero sí lo suficientemente frágil
para romper a llorar,
a pesar de aquellas veintinueve noches
de tortura y de silencio.
Esta vez fue diferente.
Habían pasado trescientas sesenta y cinco más
desde aquella en la que te conocí
en todos tus aspectos.
En lo más profundo de tu paganismo.
Aquella madrugada pasó
como la fragilidad de un suspiro
que atraviesa una sonrisa
con la suavidad del algodón.
Como una leve caricia de tu boca.
No podía parar de sonreír.
No podía, ni siquiera
cuando tu mirada pícara
me atravesaba.
Se me clavó en el pecho
con la fuerza de mil alfileres
que más tarde
resultaron ser ardientes dagas.
Llameantes, como el fuego de tus labios,
que devoraba mi sangre
y mi esencia
hasta la última gota del amanecer.
En el horizonte se perdieron nuestros días
sin dejar rastro,
sin dejarme agarrar tu mano
por última vez.
Ni cruzar corriendo la plaza
para abrazarte bajo la sombra
de aquella estatua de papel.
Y así es como fue todo:
suave, sangrante y tan débil
como las mil promesas
que jamás cumpliste.
Y que yo nunca olvidaré.
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