lunes, 24 de febrero de 2014

El inevitable frío extremo

El autobús se acerca al instituto, otra vez. Las hojas precipitadas ya no pintan el paisaje, ya no queda rastro de mi alfombra favorita. Ya no queda nada. Las farolas de la entrada están encendidas. Mis ojos aturdidos se fijan en una concretamente; en la segunda. No quiero que el día acabe, no quiero que el vehículo pare, que se disuelva la magia. Únicamente deseo que se detenga el tiempo, justo antes de que yo ponta mi pie derecho fuera de la plataforma sobre la que están dispuestos los asientos. Estoy dispuesta a relentizar mi bajada hasta el extremo. Hasta el frío extremo. 

Mi pulso vuelve a comportarse como un caballo desbocado que no sabe qué hace, qué quiere, adónde va. No puedo respirar. Mi boca de alcantarilla sueltan maldiciones propias de mi raza, de lo que soy. De lo infinitamente estúpida que es. De lo estúpida que soy yo. 

A veces su presencia es un latido más, otras en cambio es una puñalada. Ya no puedo pensar ni razonar. Solo pienso en moverme, en correr. En empujar el aire hasta vencer el espacio que nos separa. En vener el inevitable frío extremo. 

A lo mejor no soy normal. A lo mejor he perdido la cabeza. A lo mejor ha merecido la pena. 

                                                                                                        —Reven

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