martes, 24 de junio de 2014

Breve Historia de España

Anoche me despertó el estruendo de la lluvia golpeando los cristales y el tejado. Los truenos acompasaban aquella fría melodía principal, y los rayos formaban el escenario perfecto de la obra. 
La agitación del repentino despertar me sacudió y, de manera instintiva, agarré la suma de sábana y edredón que todavía, en pleno verano, me arropan cuando reinan las estrellas. Como una niña asustada que abraza su propio torso a fin de propinarse consuelo, pienso en el frío y seguro invierno para abolir la soledad. Y entre sueños vuelvo a notar su caricia en mi pelo. En el único sitio donde ahora puedo estar a su lado. 

Por la mañana trato de analizar la Sonatina de Rubén Darío después del desayuno. Sobre la mesa veo el libro Breve Historia de España que estuve leyendo anoche —608 páginas de brevedad—. Es curioso cómo todo puede cambiar de manera tan radical en un tiempo relativamente corto. Recuerdo que cuando cursaba 1º de la ESO detestaba las Ciencias Sociales. No obstante, cuando se marcharon Nieto y la Terry (que sustituyó a Nieto cuando este se pilló la baja), todo cambió. 
En 2º de la ESO llegó la dulce y bella Macarena (la mejor tutora que he tenido hasta ahora). Sospecho que fue ahí cuando empezó todo. Fue entonces cuando descubrí la parte teórica del Arte, y quedé prendada de ella, al igual que pasó con la Historia en mi primer contacto con ella. 
Cuando su niño nació ella tuvo que irse, como es natural. A cambio llegó el gran Antonio Bernal, que era igualmente un hombre agradable. El hombre, como vio que una servidora no tocaba el suelo al sentarse en la silla, me regaló una caja de madera, la cual fue cargada con la responsabilidad de elevar el suelo hasta mis pies. Me pidió que la decorara a mi gusto y que ésta sirviera como recuerdo suyo cuando dejáramos de vernos. Y así viene siendo desde entonces. 
Con la llegada de 3º vino también Almudena, quien también nos ha llevado durante este año. Sus clases supusieron mi reconciliación definitiva con la asignatura, después de un primer curso sombrío. Pero eso no es todo. En sus palabras encontré mi gran vocación, mi amor por la Historia (la Geografía es caso aparte. Igualmente me fascina, pero resulta ser munición de menor calibre). Y con ella y Fernando llegó El Prado. Dicha queda toda alabanza con esto. 

Por la tarde una instancia de Paula llega en forma de mensaje de texto. En ella se reiteran sus inminentes deseos insaciados de que me arregle de una vez para salir a tomar algo. A regañadientes interrumpo mi redacción del comentario sin cesar las disculpas hacia Rubén Darío por dejarlo en mantillas, y obedezco. 
Sobre la estantería veo el perfume de color violáceo que bañaba la piel de Macarena. No he vuelto a verla desde que nos presentó a su pequeño. Lo cierto es que la echo de menos, aunque procure no darme cuenta, y me encantaría volver a encontrarla. Sin embargo, si volviera, significaría que Almudena o Fernando se habrían ido, y diría que no compensa. Al menos no por ahora. 
Alargo el brazo para coger el frasco con delicadeza y me impregno de su olor. Cierro los ojos y me tropiezo nuevamente con la imagen de ella con su niño en brazos. Y estallo en lágrimas de ternura.  

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