domingo, 11 de mayo de 2014

Hijos del tiempo

Ser hada o ser princesa. Hechizar o dejarte sumergir en la plenitud de la magia. Hace tiempo, mucho tiempo, que discutía sobre esto con mi hermana. Aún hoy, tantos años después, me parece escucharnos allá, en la parte más profunda del salón, frente a la tele, viendo la película de La Bella Durmiente. Yo chillando de enfado y ella chinchándome, incitando aquella ira infantil que reclamaba su papel de hija de monarcas, sin querer abandonar mi rol eterno de hada madrina. Lo eterno más bien era el dilema. 

Aquí, ahora, siendo 11 de mayo, a pocos minutos de las doce, una no puede evitar recordar aquellos días en los que Natalia utilizaba su cercanía a la edad de la princesa (siempre superior a la mía) como argumento. Como prueba irrefutable de su derecho a la corona. Hoy los papeles cambian, querida. Hoy tu derecho es mío. 

  Aquí, ahora, a unos momentos de la medianoche, me parece escuchar aquellas palabras que quedaron grabadas al rojo vivo en mí. Ardientes, centelleantes, inspiradoras y excitantes. Siempre me hicieron desear la llegada de este lugar tan efímero del tiempo que es el presente. <<Al cumplir los dieciséis años, antes de que el sol se ponga, se pinchará el dedo con el huso de una rueca...>> Sí, y morirá. Pero el príncipe vendrá a despertarla. Suberá las escaleras hasta la torre más alta del castillo. La buscará. La encontrará.
  
Alguien me dijo una vez algo que en todo momento quería ser el diálogo perdido de una historia nunca acabada: <<Cuando cumplas dieciséis años tu vida cambiará por completo.>>. Para mí siempre fue mucho más que eso. Para mí aquello significaba la complicidad, el secretismo entre hermanos fictícios con proyecciones de futuro. Y se ha cumplido hasta hoy. Y ha sido lo último que han visto mis ojos con la llegada de las primeras estrellas.

En la soledad de la madrugada pienso en el tiempo y en la utilidad del mismo. ¿Para qué sirve el tiempo, si la mayor parte de él lo pasamos dejándolo correr? El transcurso de mi corta vida me lleva una y otra vez a la misma pregunta, y él solo siempre me termina dando la respuesta más acertada.

 Somos hijos del tiempo y, a la vez, sus creadores. Lo perdemos, lo encontramos, le hacemos hueco en nuestras apretadas agendas, deseamos que pase o se detenga. Sin embargo siempre termina por ganarnos la carrera. Con lo cual más nos vale aprovecharlo. Dieciséis años son, desde luego, muy pocos. Pero, sin duda, no los he dejado irse sin más. Sin mi huella. Sin mi fugaz rastro. Sin haber sido bien invertidos.

                                                                                                   —Reven


 

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