viernes, 14 de marzo de 2014

Delirios de un artista

 La fragilidad de un recuerdo omiso se desliza por mi pelo, por mi cuello. Por mi espalda. Tratando hacerme estremecer. Y ya no puede más. Ya los brotes de un árbol nuevo nacen en mi espíritu y arraigan en mis entrañas. Ya solo queda lugar para él, porque él supone mi valor y mis fuerzas. Porque no les permite quebrarse. Porque sostiene los pasos ligeros de su sombra, que se aleja. Y que ahora conoce mi escondite en las sombras de mí misma.

Los trazos de un lápiz de 2B, sin descanso, son plasmados en una lámina en blanco puesta en mi mesa, delante de mí. Soy yo quien sostiene el cetro dorado y azabache que, a su paso sobre el papel, desprende grafito y unos atisbos de carbón secundario, absorto, latente, obstinado... Pero no conozco el real proceso. 

Dibujo sin descanso durante horas efímeras que me hacen olvidarme de que existo, de que soy persona. De que respiro. Porque cuando un dibujante trabaja, no hay persona real en él mismo. Se aleja del mundo. No: aleja el mundo de sí. Solo existen él y sus trazos, que realiza frenéticamente, con aliento desesperado. Que borra cuando falla y hace correr los diminutos fragmentos de roca y los disuelve. 

Y al alzar los ojos de nuevo se sorprende. Porque al mirar el papel no ve más que un reflejo de sí mismo. Y descubre que, al igual que él crea sus obras, sus obras lo crean a él.

                                                                                                          —Reven

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