sábado, 12 de diciembre de 2015

Sala 206

Hace apenas unas horas que caminaba por una calle desierta sin más compañía que el susurro del viento en la mañana fresca y despejada, y ahora, por cuestión de tiempo y kilómetros, espero con deleite a que el semáforo se ponga en verde o en rojo, según otros puntos de vista. El tráfico detiene su frenético vaivén y yo o, más bien, nosotros aceleramos el paso ganándole espacio a la ciudad con la contraposición. Las calles son hermosas y hoy lo están más aún, porque diciembre se ha encargado de cubrirlas con su manto de hojas precipitadas y una luz más acogedora aguarda la llegada de la noche para hacer a Madrid brillar con ilusión navideña. 
En la entrada del Reina Sofía flota una atmósfera nebulosa de delirios y sueños de artistas, de artistas que se encuentran o reencuentran con otras mentes perturbadas y, en cierta medida, personas mediocres, aburridas, que rezan por salir de este lugar cuanto antes. Y para colmo quedamos los artistas mediocres, que tenemos miedo de no estar a la altura de nuestras inspiraciones y al mismo tiempo no podemos esperar más a darnos de bruces contra ellas y los futuros apuntes de Literatura. 
En mi mente la promesa de un gran encuentro no para de martillear las hoces y segar los martillos. Supongo que eso fue lo que le ocurrió a Dalí, y no tardó en pasarle factura. Pero no estoy dispuesta a seguir sus pasos hipócritas.
<<No se permite hacer fotos>>, por descontado. Recuerdo haber escuchado esas palabras en algún otro lugar; pero esta vez la moción sólo afecta a la Sala 206, con lo cual ya sé dónde se encuentra el tesoro más conocido de este museo. Sea como fuere en mi médula se almacenan instantáneas imborrables. Esas nunca acatarán la dichosa regla. Y en cierto modo, yo tampoco. 
La pintura que tiñe lo ausente resbala por las calizas vascas. Envenena los lienzos y las calaveras, y la conciencia de aquel condenado anacrónico que se detenga a observar, a palpar y sentir el miedo ondeando entre la carne, bajo la piel, en los huesos... Decenas de años después me parece escuchar el eco de sus gritos que precede el vuelo del Cóndor. Después tan sólo silencio. Silencio... Dejaré que hable ahora y cuente por sí mismo las historias acabadas que ni en el enésimo intento alguien podría relatar. El sol de Guernica no brilló más que el estruendo de las bombas. 

Unas salas más allá los eternos enigmas dalinianos me corrompen la razón. Porque esta no puede primar sobre la esencia, y la esencia de la vanguardia consiste en delirar. Federico desde una vitrina recita la oda a su Salvador y yo decido no interferir pues su garganta andaluza me hipnotiza, como hizo con ciertos oídos catalanes. No deseo interponerme entre platonismos del pasado. 
Es tarde. Lo diga como lo diga, lo cierto es que es tarde. Sin embargo esta vez no es culpa de mis raíces tresjunqueñas y su notoria puntualidad, sino de haberme perdido en la hermosa inmensidad de la capital. Y una vez salvados los espacios, las tapias pretenden engañarme jurando y perjurando que Goya está oculto tras ellas. Eso no es verdad, aunque Dativo pareció no entender mi rotunda afirmación antes de que señalara los frescos del techo de la capilla. Él vive en sus pinturas eternas. Lo que pueda quedar de quien una fría noche corrió al monte del Príncipe Pío en busca de los fusilados el 2 de mayo, es menos que nada. 

El glosario de dioses egipcios me reconcome las entrañas, y el Templo de Debod me hace cojear más aún de esa misma pierna. Esa que lo viene haciendo desde que el mundo es mundo. El templo y sus rocas talladas, el estanque, la tierra, el atardecer contaminado y escalofriante, el oxígeno del Parque del Oeste, la mirada de Madrid posada sobre nosotros... Las voces lejanas no son más que constantes imperceptibles a nuestro alrededor. Los antiguos monumentos, las obras de arte, las almas latentes, se empequeñecen y mi sangre arde mientras la piel se me congela. 
La mejor y a la vez peor parte de la vida es que, al final, todo termina. Pero esto, el conjunto de sensaciones frenéticas que nos insuflan y arrebatan el aliento, es la excepción imprescindible que hace que la máxima se cumpla. Los contrapuntos son eternos e infinitos. Nos guste o no, el platonismo mueve los tiempos y juega a entrelazar pasado con presente. La pasión, el amor, el arte... siempre sobrevivirán. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario