Cada mañana
me pregunto si es natural que a mis diecisiete años el vacío de mi mente y la
tristeza de mi espíritu rocen lo trascendental. Porque esta torturada no soy yo.
Porque no me reconozco al volver a casa. Me miro al espejo y me encuentro
desfigurada.
Trago sin
ganas, porque todo me sabe a humo y pólvora. Me encierro en la monótona estadística;
me escondo en la obra cervantina; me
refugio entre las mantas, en los versos de García Lorca y en los cuadros de
Dalí. Sueño que desaparezco y solo al hallarme sola con mis pensamientos, sin terceros, ni
luz, ni vida, me siento libre.
Bajo el
agua araño mi piel con gel y esponja para arrancarme los malos sentimientos,
ahogar la negatividad y normalizar mis rarezas, quedando limpia, común,
tolerable para el mundo. Cierro la puerta con llave y cerrojos a fin de que no
entre la soledad, que rechaza toda compañía salvo la mía. Déjame tranquila.
En el
infierno no conceden licencias: hablar, reír, llorar, sentir… Vivir ¿Qué es
vivir, si nada está permitido? Precisamente eso: nada.
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