Dos son los días de entresemana que me
despierto a las diez y media de la mañana, en casa. Lejos de todo. Lejos de
mí.
Las horas pasan tras los cristales de mi
ventana, o de mis gafas de sol. El viento melodioso me salpica la piel y me
refresca. Al menos tengo un aliado que me ayude a combatir a mi enemigo. El que
me aparta del invierno, el que me delata en momentos cruciales, invadiendo mis
mejillas.
Hace dos días que mi día a día mutó, lejos
de ser tan solo un fin de semana más animado que de costumbre. Tan poco ha
hecho falta para que los hombros me pesen como si fueran de plomo... Qué
ironía, anoche solo me sentía cómoda con las deportivas. Anoche solo tenía
ganas de correr y no detenerme jamás.
Adoro la Semana Santa. Me encanta perderme
en las figuras de porcelana, perderme en mis propios pensamientos, y reflexionar sobre lo que me rodea. Sobre lo que veo sin ver. Sobre lo que está ahí, aunque nadie pueda divisarlo. Me gusta los
rostros cubiertos por el anonimato, que a mí me hechiza. Me apasionan los ojos
sangrantes detrás del capuz y la música de miles de pasos acompasados, latiendo al son del tambor. Todos a una, unidos por por decenas de cosas, o tal vez por una sola. Unidos, después de todo, por muchas diferencias que los separen. Pero todo lo previo es tan hueco... Tan banal, tan
muerto.
Lucho por resistir, por escapar de la
vanidad. Por ser capaz de ahondar hasta la esencia más pura, y no conformarme
con la seca cubierta de astillas que, al final, duele. Que siempre quiso
hacerme daño.
Un haz de esperanza aparece ante mí para
tranquilizarme. Me dice que pronto pasará, que todo irá bien. Es algo parecido
a una nana infantil. Me acuna y me acaricia el pelo. Me susurra que, mientras
habites mis sueños, siempre estarás cerca. Y así lo creo, porque es verdad.
Porque te siento a pocos metros cuando floto en el mundo onírico. Porque, por
muy lejos que estés, siempre te siento cerca. Como una caricia permanente. Como
una marca imborrable.
—Reven
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