viernes, 6 de marzo de 2015

5 de marzo

Prescindir de la tranquilidad para escribir es una tarea peligrosa, pues el temblor de los nervios acariciando la piel puede hacer bailar las palabras, posicionándolas entre comas indebidas. O aportándole un equivocado matiz dubitativo que pretenda alejar a la veracidad de lo que es, de que ha sido cierta. Del hecho de haberse convertido el sueño en realidad. Hoy aprovecho que la calma ha vuelto a cada uno de mis sentidos alterados, y que la emoción no ha querido abandonarme todavía, para situarme por enésima vez en el último día y medio en el momento en que te encontré y me encontré a mí misma. 
En los minutos previos, llena de incertidumbre, paseo de un lado a otro nerviosa e impaciente frente a la puerta de la casa de don Félix Lope de Vega, apodado el Fénix de los ingenios. El tiempo pasa y se pierde en el lejano horizonte, atravesando los edificios que cubren el sol, y el grupo sigue sin aparecer, vagando por el interior de la vivienda. El calor se vuelve frío y este se condensa en mis lacrimales. No lo soporto más. Necesito escuchar su voz. Y el hacerlo me tranquiliza, como ha hecho siempre desde hace ya dos años. Continúo esperando aún impaciente, pero un poco más calmada. 
De repente el grupo aparece charlando animadamente por las escaleras y encuentro la felicidad más absoluta que podría albergar en mi pecho (por ahora). Echo a andar a paso ligero a través de calles en las que nunca había estado, de camino a la Plaza Mayor. El aire no se mueve ni un ápice, o al menos mi piel no es capaz de captarlo. Mi mente avanza incluso más rápido que yo, que casi corro y soy incapaz de mirar atrás. Ya queda poco. 
Nada más poner un pie en la plaza me detengo un instante a respirar, teniendo la certeza de que me costará hacerlo hasta, como mínimo, un par de horas más tarde. Al mismo tiempo ordeno a mi pulso que resista tan solo unos minutos. Unos minutos más y será libre para dejar de latir si es que le apetece. Entonces toma impulso y se prepara para comenzar a acelerarse lentamente. Yo tomo conciencia de dónde estoy. Miro al frente y mi mirada tropieza con la de la estatua del rey Felipe III a lomos de su caballo y, un poco más abajo, con la suya.  
Me quedo paralizada por un breve pero eterno periodo de tiempo, hasta que alguien me agarra del brazo y tira de mí obligándome a caminar. Eso me hace reaccionar y percatarme de que la espera ha terminado, que lo tengo en frente al fin y que no puedo resistir un segundo más sin abrazarlo. Ahora corro sin casi notarlo y, como una llamarada que explota en mi interior al no poder seguir siendo contenida, una voz clara, firme y feliz con cierto tono desesperado surge de lo más profundo de mí gritando su nombre. Él me mira ahora y, para entonces, yo ya he llegado junto a él, y lo abrazo como si nunca más quisiera soltarlo (realmente no quería hacerlo). 
Según testimonios de Lalu y Cristina, a nuestro alrededor se producen múltiples y diversas reacciones en relación a lo sucedido, pero yo no percibo ni una sola de ellas. Porque ya no hay nada más que su presencia; su pecho delante, sus brazos cubriendo mi espalda y sus ojos sobre mi frente. No hay estatua a sus espaldas, no hay plaza a nuestro alrededor, no existe suelo bajo mis pies ni cielo sobre nosotros. Solo él, solo yo. Solo nosotros. 
Ese momento se mantendrá permanente en algún lugar. En alguna dimensión remota, aún no me habré separado de él. En algún lugar, aunque sea solo en mis sueños, no lo soltaré jamás. De eso puedo estar segura. 

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