sábado, 14 de febrero de 2015

Lluvia

El rudimentario baile de máscaras ha terminado. El alcohol ya no atraviesa mi garganta en gotas de amargura. Es curioso que en estas circunstancias me de por recordar aquel principio de Semana Santa de 2013 cuando, habiéndonos dado las vacaciones, Lalu y yo corríamos cuesta arriba bajo la lluvia, intentando mantenernos lo más secas posible. Hasta alcanzar en punto de no retorno, en el que da igual cuánto corras, da igual que trates resguardarte, estás calado hasta los huesos. Entonces aminoramos la marcha y caminamos muy lentamente dejándonos empapar sin reproches, sintiendo la vivacidad y la fuerza de cada gota. Liberándonos de todo dolor y festejando toda aquella creciente felicidad.
A veces era aquello lo único que quería sentir: el frío del agua cayendo en el espíritu, calmando las llamas que ondean en mi sangre haciéndola ebullir. 
Ahora, aquí, bajo el cielo cubierto, respiro de nuevo y  bocanadas de vida sedientas de los suspiros de la humanidad y toda su historia. Cierro los ojos y olvido qué es pensar y qué es el dolor: tan solo una sensación punzante que se desplaza en círculos bajo la piel. Algo a lo que me puedo acostumbrar hasta no sentir. Hasta hacerlo formar parte de mí. 
Y eso es todo. Ahora deseo quedarme muy quieta y disfrutar unos instantes más del sonido de los charcos y la lluvia deslizándose por mis hombros.

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