jueves, 6 de noviembre de 2014

Ludismo

Cada mañana el vil despertador me arranca de la dulzura del mundo onírico, donde puedo ser libre, donde el tiempo es más que suficiente para ser feliz, donde todavía puedo pasar las páginas de un libro y sentir que la literatura soy yo, que su fuego me quema y su esplendor, su comprensión, incluso, me invaden. Y que ningún sueño me está vetado. El pitido desesperante, desconsolador, mil veces repetido me arroja a un lugar sombrío y amargo en el que ni hay espacio ni hay lugar. Ni hay tiempo, ni vida ni ilusiones, y todos los horizontes multiplican por mil miles su lejanía.
Miles de seres inútiles e inhumanos buscan algo, todos abusan de mí, y entre ellos se pelean por robar mi aire, mi esencia, el combustible que me levanta y me anima a continuar, y yo me pregunto: ¿qué estoy haciendo con mi vida?
¿Qué hago aquí y por qué el destino insiste en cebarse conmigo? Día y día pienso con el camino que dejé atrás, el que no me permitieron escoger. ¿Cómo sería mi hoy si ayer hubiese optado por los conocimientos prácticos? Si hubiese utilizado la filosofía como búsqueda de la felicidad y no como otra cosa, ahora esto no me atravesaría como un puñal.
A veces intento llorar, pero con resignación me percato de que ya no tengo fuerzas para eso. Ni fuerzas, ni tiempo,  ni vida, ni nada.
Así que, en ver que no puedo hacer nada, me limitaré a interpretar mi papel de máquina, puesto que no soy más que eso. Desde hoy seré la imprenta que el director de la obra quiere que sea, y nada más. De persona me queda mi peso muerto sobre los hombros. Así será hasta nuevo aviso.

Si buscase a un culpable, desde luego, Taylor quedaría absuelto. Me esfuerzo en ser una buena alumna, pero nada parece ser suficiente.

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