La premisa a partir de la cual debe entenderse lo que sigue es la
certeza de que esta es una cuestión sin resolver, tal vez sin resolución
posible: el problema de España, que más bien parece ser un enigma. A pesar de
todo, por deuda conmigo misma, me situaré frente al espejo del folio en blanco
para intentar averiguar qué hay dentro de mi que me permita afirmar que yo soy
España, si es que lo hubiera.
La consecuencia fáctica de estudiar
el ser cultural o el ser nacional de un pueblo como una lista acotada de rasgos
asociados a la raza, la lengua o el culto es la confrontación con el otro, con
“el de fuera”. No hay duda de que por encima de caracteres específicos brilla
la humanidad como fundamento del ser de cualquier grupo humano. Esto es cierto
y se manifiesta en toda confluencia, y nunca debería perderse de vista.
Pero de lo que este escrito versa se
pretende una respuesta. Por ello, sin abandonar esta postura, para abordar el
problema de España es necesario desviar en cierto modo la mirada de esta concepción
nancyana que define la apertura como único fundamento legítimo de la identidad
del ser humano. Se trata sencillamente de un esfuerzo de distinción en busca de
esa especificidad que nos ocupa y preocupa, y que hace de esta una incógnita
siglo tras siglo. Si existe efectivamente algo
que haga el ser español, en modo
alguno podría alejarlo de esta última o primera esencia. Por tanto, de aquí
habrá de partir en este ejercicio de introspección.
Hace ya varios contratos sociales que
el ser humano adquirió su definitiva naturaleza en detrimento de la originaria,
el ser natural. Ser humano es ser social, y las sociedades son constructos
eminentemente históricos. En algún punto de la Historia universal nació la
historia de España. Si se intentase hallar en ella un hito en que naciera la
conciencia de pueblo español en la intrahistoria unamuniana, a la vista
quedaría que, de principio a presente, las efemérides narran España como tierra
de conflictos de esencias. Desde aquella reexpansión de los reinos cristianos a
la que se llamó Reconquista hasta la no tan lejana Guerra de Independencia
Española se percibe la lucha por el ser, por uno u otro motivo. Aquella unió en
esencia religiosa distintos pueblos a la carga contra Al-Ándalus (¡tan
nuestra…!); esta condicionó el devenir político e ideológico de todo el siglo
XIX español, que fue escenario de tiempos convulsos y que vino a desembocar en
la crisis de 1898. Es aquí donde arranca la reflexión sobre la cuestión de
España y el ser español que tanto dejó a la vista.
En los primeros años del siglo XX
toda una generación de escritores y pensadores abordaron la cuestión desde
distintos puntos, confluyendo todos ellos en el deseo y la necesidad de
regeneración. Para ello era fundamental poner en tela de juicio España y sus
esencias. De esta manera, tal vez de forma inintencionada, quedó a la vista en
la propia hazaña crítica un carácter muy nuestro: una identidad escindida,
sujeta a juegos de controversia. Estos juegos se manifiestan en una singular
dialéctica hegeliana: tesis y antítesis contrapuestas en cuya negación se
despliega España.
En Luces de Bohemia Valle-Inclán nos define como esperpento: el héroe
trágico se deforma en absoluto al reflejarse en los espejos cóncavos y convexos
del Callejón de Álvarez Gato, reconociéndose en sus glorias y miserias. Y en el
acto mismo se reencuentra con su esencia liberada: el yo por el Yo. Este es el
carácter español.
María Zambrano (como tantos otros)
trae a colación en este respecto El Quijote como alegoría de la identidad española.
Don Quijote niega su propia cordura, la de Alonso Quijano, y en esa negación se
encuentra consigo mismo renacido en su locura, regenerado. Pero al mismo tiempo
el hidalgo de La Mancha hace honor a su papel de héroe trágico: la única
batalla en que vence está más allá de su mundo. Solo estando él moribundo sus
allegados comprendieron el sentido de su hazaña, mitad cordura, mitad locura, y
que en ese juego se desplegó el verdadero ser de Alonso Quijano: la humanidad
más pura.
Antes quedó dicho que esta humanidad
pura es el sustrato más esencial de todo pueblo, y por tanto debe brillar sobre
toda controversia. Es este el sentido de uso del término, el único que
reconozco como legítimo en cuanto al ser se refiere. Mucho se ha dicho desde
otros puntos de vista acerca de la pureza, a veces con consecuencias
catastróficas, lo mismo que ocurre cuando se elimina la apertura del concepto
de identidad. Pensemos en Unamuno… La cultura española, es cierto, suscribe
unos rasgos propios, muy diferenciados del resto, y estos condicionan y hacen
gran parte del ser de su pueblo. Tan desacertado es tratar de negarlos como
ensalzarlos al extremo como fundamento o verdad
de la esencia. Del mismo modo que la religión (o quizá, más bien, la
religiosidad) está profundamente arraigada en lo español, lo están elementos
como la tauromaquia, el folklore, el romanticismo intrínseco, la poesía o el
arte pictórico; en suma, todo lo que se suele llamar tradición. Pero en nuestro
ser antitético está la negación de uno mismo, la regeneración como meta
indiscutible. El juego dialéctico enfrenta a diario nuevas conquistas morales y
tradición castiza, y el resultado es progreso de la intrahistoria. Cada mujer,
cada hombre, todos estamos atravesados en mayor o menor medida por estos elementos,
y nuestro carácter personal depende de en qué extremo se focalice la negación.
La identidad española está
definitivamente escindida y rasgada de contradicciones en sentido absoluto,
tanto así que los intelectuales hablaron y hablan de la realidad de las dos
Españas. “Ya hay un español que quiere /
vivir y a vivir empieza, / entre una España que muere / y otra España que
bosteza. / Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos
Españas / ha de helarte el corazón”, escribió Antonio Machado.
Dos rivales, separadas, que en tiempos
revueltos terminaron trasladando el juego teórico al tablero geográfico: las
mismas reglas, pero a golpe de metralla. La Guerra Civil materializó la
negación de las dos Españas, revolucionó la intrahistoria y le dio un presente
definitivo. En la masacre se reveló la esencia. Olvídense los caprichos e
intereses de la historia: España es su intrahistoria temerosa dispuesta a darse
por causas más o menos justas, pero suyas, a fin de cuentas. España hace de su
ser su causa. Pero, entonces ¿qué es España? No existe una respuesta.
España
es idea desplegada en contrarios. España es tradición y es progreso, esta es su
cultura. España son las dos Españas negándose y encontrándose a sí mismas. En
el Ebro sangriento una España negó a la otra España y, aunque me duela, eso
también es España.
Hoy,
aún con las manos manchadas y la intrahistoria herida de guerra, alguien
despertó en la mañana, se asomó a la ventana y miró al frente. Con el viento de
poniente en la cara pensó en un sueño: un mejor mañana. Esa mujer es España. Es
Dulcinea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario