viernes, 11 de octubre de 2019

Españolito: España como problema



La premisa a partir de la cual debe entenderse lo que sigue es la certeza de que esta es una cuestión sin resolver, tal vez sin resolución posible: el problema de España, que más bien parece ser un enigma. A pesar de todo, por deuda conmigo misma, me situaré frente al espejo del folio en blanco para intentar averiguar qué hay dentro de mi que me permita afirmar que yo soy España, si es que lo hubiera. 
La consecuencia fáctica de estudiar el ser cultural o el ser nacional de un pueblo como una lista acotada de rasgos asociados a la raza, la lengua o el culto es la confrontación con el otro, con “el de fuera”. No hay duda de que por encima de caracteres específicos brilla la humanidad como fundamento del ser de cualquier grupo humano. Esto es cierto y se manifiesta en toda confluencia, y nunca debería perderse de vista.
Pero de lo que este escrito versa se pretende una respuesta. Por ello, sin abandonar esta postura, para abordar el problema de España es necesario desviar en cierto modo la mirada de esta concepción nancyana que define la apertura como único fundamento legítimo de la identidad del ser humano. Se trata sencillamente de un esfuerzo de distinción en busca de esa especificidad que nos ocupa y preocupa, y que hace de esta una incógnita siglo tras siglo. Si existe efectivamente algo que haga el ser español, en modo alguno podría alejarlo de esta última o primera esencia. Por tanto, de aquí habrá de partir en este ejercicio de introspección.
Hace ya varios contratos sociales que el ser humano adquirió su definitiva naturaleza en detrimento de la originaria, el ser natural. Ser humano es ser social, y las sociedades son constructos eminentemente históricos. En algún punto de la Historia universal nació la historia de España. Si se intentase hallar en ella un hito en que naciera la conciencia de pueblo español en la intrahistoria unamuniana, a la vista quedaría que, de principio a presente, las efemérides narran España como tierra de conflictos de esencias. Desde aquella reexpansión de los reinos cristianos a la que se llamó Reconquista hasta la no tan lejana Guerra de Independencia Española se percibe la lucha por el ser, por uno u otro motivo. Aquella unió en esencia religiosa distintos pueblos a la carga contra Al-Ándalus (¡tan nuestra…!); esta condicionó el devenir político e ideológico de todo el siglo XIX español, que fue escenario de tiempos convulsos y que vino a desembocar en la crisis de 1898. Es aquí donde arranca la reflexión sobre la cuestión de España y el ser español que tanto dejó a la vista.
En los primeros años del siglo XX toda una generación de escritores y pensadores abordaron la cuestión desde distintos puntos, confluyendo todos ellos en el deseo y la necesidad de regeneración. Para ello era fundamental poner en tela de juicio España y sus esencias. De esta manera, tal vez de forma inintencionada, quedó a la vista en la propia hazaña crítica un carácter muy nuestro: una identidad escindida, sujeta a juegos de controversia. Estos juegos se manifiestan en una singular dialéctica hegeliana: tesis y antítesis contrapuestas en cuya negación se despliega España.
En Luces de Bohemia Valle-Inclán nos define como esperpento: el héroe trágico se deforma en absoluto al reflejarse en los espejos cóncavos y convexos del Callejón de Álvarez Gato, reconociéndose en sus glorias y miserias. Y en el acto mismo se reencuentra con su esencia liberada: el yo por el Yo. Este es el carácter español.
María Zambrano (como tantos otros) trae a colación en este respecto El Quijote como alegoría de la identidad española. Don Quijote niega su propia cordura, la de Alonso Quijano, y en esa negación se encuentra consigo mismo renacido en su locura, regenerado. Pero al mismo tiempo el hidalgo de La Mancha hace honor a su papel de héroe trágico: la única batalla en que vence está más allá de su mundo. Solo estando él moribundo sus allegados comprendieron el sentido de su hazaña, mitad cordura, mitad locura, y que en ese juego se desplegó el verdadero ser de Alonso Quijano: la humanidad más pura.
Antes quedó dicho que esta humanidad pura es el sustrato más esencial de todo pueblo, y por tanto debe brillar sobre toda controversia. Es este el sentido de uso del término, el único que reconozco como legítimo en cuanto al ser se refiere. Mucho se ha dicho desde otros puntos de vista acerca de la pureza, a veces con consecuencias catastróficas, lo mismo que ocurre cuando se elimina la apertura del concepto de identidad. Pensemos en Unamuno… La cultura española, es cierto, suscribe unos rasgos propios, muy diferenciados del resto, y estos condicionan y hacen gran parte del ser de su pueblo. Tan desacertado es tratar de negarlos como ensalzarlos al extremo como fundamento o verdad de la esencia. Del mismo modo que la religión (o quizá, más bien, la religiosidad) está profundamente arraigada en lo español, lo están elementos como la tauromaquia, el folklore, el romanticismo intrínseco, la poesía o el arte pictórico; en suma, todo lo que se suele llamar tradición. Pero en nuestro ser antitético está la negación de uno mismo, la regeneración como meta indiscutible. El juego dialéctico enfrenta a diario nuevas conquistas morales y tradición castiza, y el resultado es progreso de la intrahistoria. Cada mujer, cada hombre, todos estamos atravesados en mayor o menor medida por estos elementos, y nuestro carácter personal depende de en qué extremo se focalice la negación.
La identidad española está definitivamente escindida y rasgada de contradicciones en sentido absoluto, tanto así que los intelectuales hablaron y hablan de la realidad de las dos Españas. “Ya hay un español que quiere / vivir y a vivir empieza, / entre una España que muere / y otra España que bosteza. / Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”, escribió Antonio Machado.
 Dos rivales, separadas, que en tiempos revueltos terminaron trasladando el juego teórico al tablero geográfico: las mismas reglas, pero a golpe de metralla. La Guerra Civil materializó la negación de las dos Españas, revolucionó la intrahistoria y le dio un presente definitivo. En la masacre se reveló la esencia. Olvídense los caprichos e intereses de la historia: España es su intrahistoria temerosa dispuesta a darse por causas más o menos justas, pero suyas, a fin de cuentas. España hace de su ser su causa. Pero, entonces ¿qué es España? No existe una respuesta.

España es idea desplegada en contrarios. España es tradición y es progreso, esta es su cultura. España son las dos Españas negándose y encontrándose a sí mismas. En el Ebro sangriento una España negó a la otra España y, aunque me duela, eso también es España.
Hoy, aún con las manos manchadas y la intrahistoria herida de guerra, alguien despertó en la mañana, se asomó a la ventana y miró al frente. Con el viento de poniente en la cara pensó en un sueño: un mejor mañana. Esa mujer es España. Es Dulcinea.


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