Esta mañana me reencontré con Pirrón. Como no podía ser de
otra forma, he venido a determinarlo. Es un vicio esto de determinar. A saber
qué dirían de mí los escépticos...
El escepticismo niega lo innegable: los primeros principios
y las verdades primeras. Niega el principio de no contradicción; niega el
"pienso, luego existo" y se apoya en la misma contradicción. Esto es,
afirman con certeza que no hay nada cierto.
Para algunos es inadmisible... Desearían golpear y quemar al
escéptico hasta el límite de sus fuerzas, hasta que se viera obligado por el
peso de la circunstancia a admitir que ser quemado y golpeado no es lo mismo
que no serlo. Sin embargo de todo se puede extraer algo remotamente positivo.
El escéptico se pone en la piel del dogmático y trata de
destruirlo desde dentro. El dogmático cree en el conocimiento, y en nuestra
capacidad para llegar a él, bien sea a través de la experiencia o la razón.
Pero los sentidos nos engañan: son falsos, y no solamente falsos, sino
variables de unos a otros, y respecto a los animales: mis demonios no se
distinguen tanto de otros ángeles. La razón orbita al rededor de razonamientos
infinitos, circulares, que se sostienen necesariamente: no pueden desprenderse
si lo que quieren es no precipitar. Están ilegítimamente dados por buenos, sin
más, y forman parte necesaria de la cadena causal en la que los efectos son
rotundamente necesarios.
El escéptico no afirma, sólo duda, y así logra que los
errores e imprudencias de otras tendencias se manifiesten. El escéptico
renuncia a la razón, pero la suya no es una renuncia vacía. Sabe que la razón
es un carcelero contrapuesto a la felicidad humana. Y si acaso dejarla atrás no
fuera suficiente para ser más felices, al menos sí viviríamos más tranquilos.
Libres de todas sus cadenas.
Cerdos racionalistas, me habéis acuchillado la razón con la
razón.
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