domingo, 12 de abril de 2015

Palabras

Solía pensar que uno es dueño de sus palabras independientemente de dónde se encuentre. En qué momento, en qué lugar, ¿qué importa? En manos de uno mismo se encuentra la posibilidad de liberarlas con solo entreabrir los labios, o encerrarlas para siempre en el aire contenido de su garganta. 
Estaba convencida de que las palabras son plásticas, capaces de moldearse y erosionar o recomponer corazones según sean empleadas por su creador. Porque no hay dos iguales. Porque, como todo, dependen. De la dureza, la sensibilidad, el marco externo y, sobre todo, de los labios que las formulen o las manos capaces de escribirlas. 
Creía que entre toda la relatividad que nos rodea aún existían leyes universales capaces de abordarlas. Que servían para salir del paso en cualquier situación; que eran suficiente. 
Sin embargo todas mis teorías se desvanecieron al encontrarme bajo el dominio de tu presencia. No saber qué decir, no saber caminar, ni reaccionar de ninguna otra forma que abrirme paso entre la gente hasta alcanzarte. Ni siquiera pude pronunciar tu nombre, y eso me hizo sentir impotente. Pero solo con tocarte, abrazarte y quedar inmóvil, supe que toda palabra podía obviarse en ese momento. Cuando lo único que oía eran tu respiración y tu calor protegiéndome del frío. Cuando me sentí renacer, después de todos los golpes del mundo. 

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