lunes, 26 de septiembre de 2016

Rodeada de milenios

Cada amanecer me despierta el olor a frío. No sabría explicar por qué: no lo sé, pero en este lugar todo es diferente. Aquí nada es igual. Aquí el tiempo discurre distinto; aquí las aves se ceden el vuelo y yo tropiezo en cada esquina con  mis ilusiones. 
Aquí noto las emociones a flor de piel, y ahora puedo decirlo, porque aunque septiembre esté llegando a su fin, las flores no mueren. El césped es verde, los árboles nos respiran y protegen. Aquí tengo sensación de bosque, incluso rodeándome de la atmósfera más impura. 
Aquí siento deseos de conocer, y conozco. Conozco a mis amores históricos: los monumentos, y a los nuevos... Mis nuevos confidentes. Siento que poco a poco me conozco una pizca más a mí misma, cuando creía que ya lo sabía todo. Me gusta esta sensación de horizonte desconocido. Me gusta que Madrid se expanda de izquierda a derecha y cubra la totalidad del horizonte. Me gusta conocer nuevas y reales inquietudes. Me gusta haber descubierto que existe la adicción al dolor, y más aún que alguien esté dispuesto a entregarse a ella con tal de sentirlo todo. Lo admiro, lo admito. Porque no se conforma con la felicidad. 
Felicidad... Felicidad. No tengo nada nuevo, y sin embargo parezco estar apunto de alcanzarla. Sin embargo me he dado cuenta de que hasta un reloj parado acierta la hora dos veces al día, y de que, en contra de lo que creía, es posible olvidar. Estoy dispuesta a ello, y lo haré. No: ya lo estoy haciendo, y casi sin percatarme. Olvido a cada latido. Es maravilloso, porque la meta que consideraba más inalcanzable de repente está a un par de manzanas, en la siguiente parada de metro. 
Madrid me pondría en el punto de mira, bajo su mismo cielo; pero ya no busco sus pupilas entre la gente. Y así será, por los siglos de los siglos. Porque aquellos ojos emborronaron la Historia. Y en cambio ahora no. 
Ahora soy yo la que se rodea de milenios. 

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