“Se oían estruendosas risas a mi alrededor.
La cúpula de plástico duro en la que estaba presa multiplicaba el retrueno. Daba vueltas
sobre mí misma tratando de espantar la locura que se apoderaba de mí. Entonces
levantaron la cúpula y me dejaron salir. Me creía libre; pero la tortura no
había hecho más que comenzar…
Dos grandes trozos de papel se me
adhirieron al cuerpo por medio de la
sustancia más pegajosa que había tocado en mi corta vida. La celulosa me impedía volar, lo que
provocaba un mayor divertimento en mis captores. Pasaron largos y terribles
minutos durante los cuales mi propio peso me aplastaba, no podía caminar. No
tenía escapatoria.
De
repente las risas se extinguieron: se habían hartado de mí. Creía que volver a
ser libre era solo cuestión de instantes. Qué
equivocada estaba. Me golpearon fuertemente y en mi agonía sentí cómo mutilaban
mi cadáver arrancándome las alas.”
La escena se repite día tras día en las aulas. El insecticidio no está penado por ley; pero, oralmente hablando, ¿es necesario someter a tal tortura a un animal sensible? Si el dolor marca el límite recordemos que no manifestarlo no significa que no esté ahí.
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