La lucha cuerpo a cuerpo siempre pone las emociones a flor de
piel. Conozco guerreros a quienes excita el olor a sangre fresca; otros sienten
náuseas; y a otros nos sube la adrenalina. Pero nunca, jamás, he oído de
alguien apático al extremo de no sentir nada.
Las armas siempre dan ventaja y evitan que se despellejen los
nudillos. Se trata, además, de un universo muy polivalente: cualquier objeto
adecuadamente empleado puede convertirse en arma letal. Una vez estuve al borde
de la asfixia por culpa de un perrito de peluche. Suave, indigesto, blandito.
Se amoldaba a la perfección con todos los orificios de mi cara. Logré
desprenderme de su abrazo casi al borde del colapso, cuando salen las fuerzas
de flaqueza, las que dan la supervivencia. Claro que entonces tenía siete años
y, seguramente, mi primo pesaba mucho menos que el hombre que me persigue por
la tierra seca, levantando polvo.
Llevo demasiados años aprendiendo a huir. No me considero
especialmente lenta. Conozco el terreno como para trazarme un mapa en la palma
de la mano mirando para otro lado. Cualquiera diría que las tengo todas conmigo
si no fuera porque hoy sea lo que sea lo que me persigue, viene en una Harley
Davidson empolvorizada. No tardará mucho en adelantarme, y entonces tendré que
ser más rápida que él en la elección de armas. Las piedras son más duras y letales
que la madera, pero un buen palo es más manejable. Ya me las apañaría para
rematar cuando lo tuviera acorralado.
La moto me adelanta por la izquierda y frena en seco a
escasos metros, obligándome a detenerme. Miro a mi alrededor desesperada: no
hay nada que me sirva para multiplicar mi fuerza, solamente algunos cantos y
guijarros pulidos. Viene hacia mí. Distingo entre los pliegues de su gabardina
negra la culata de la pistola. En el rostro solo se ven dos ojos negros, tristes
y vacíos de los que apenas puedo extraer datos con los que construirle
prejuicios. Este no es un juego justo. Me analiza la parte del rostro que tengo
libre: ojos, cejas y frente. El pelo lacio me cae sobre la cara, despeinado. El
buen observador podría intuir mi cuarto de siglo, tal vez, incluso dejarse
engañar por estatura y complexión. Se entrevé su ceño fruncido.
A la desesperada agarro la piedra más gorda que tengo
delante, dispuesta a lanzarla en su dirección, apuntando a la cabeza, en
cualquier instante. En un gesto noble, arroja el revolver al suelo, a un lado.
Quiere una pelea, si no justa, al menos con igualdad de aras. Elije sus propias
manos. Logro esquivar un par de golpes antes de pasarle la espinilla derecha. Es
fuerte, sus movimientos son rápidos. La opción más factible es escapar, aunque
con la moto me alcanzaría en pocos minutos. ¿Y si intento robarla?
Antes de que pueda pensar nada más él se ha recuperado del
dolor de mi golpe. Corre detrás de mí gritando con voz ronca.
— ¡Quieta!
Y yo conozco esa voz. La conozco demasiado bien, pese a
llevar años sin escucharla. Me detengo casi en seco. Él me agarra pasándome un brazo
por delante del cuello y otro por la cintura. Me asfixia. Me inmoviliza. Me tumba
en el suelo y se coloca encima de mí. Entonces pronuncio su nombre, despacio,
tan claramente como me lo permite la escasa cantidad de aire que circula por
mis pulmones.
Afloja las presiones y se quita el pasamontañas de un tirón. Aparece
aquel rostro que una década antes me era tan conocido, con más arrugas y más
ojeras. Con la respiración entrecortada.
—
¿Me
conoces?
—
Te
reconocería en cualquier parte.
Es evidente que él a mí no. Que de los quince a los
veinticinco las personas cambiamos más que de los cuarenta a los cincuenta. Me arranca
la mascarilla y esos ojos vacíos recuperan un brillo perdido entre dos siglos.
Y ya no supo decir nada.
—
¿No
era la vida cuestión de rentabilidad?
—
Tú
tampoco eras rentable.
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