sábado, 10 de octubre de 2020

La lucha cuerpo a cuerpo

 

La lucha cuerpo a cuerpo siempre pone las emociones a flor de piel. Conozco guerreros a quienes excita el olor a sangre fresca; otros sienten náuseas; y a otros nos sube la adrenalina. Pero nunca, jamás, he oído de alguien apático al extremo de no sentir nada.

Las armas siempre dan ventaja y evitan que se despellejen los nudillos. Se trata, además, de un universo muy polivalente: cualquier objeto adecuadamente empleado puede convertirse en arma letal. Una vez estuve al borde de la asfixia por culpa de un perrito de peluche. Suave, indigesto, blandito. Se amoldaba a la perfección con todos los orificios de mi cara. Logré desprenderme de su abrazo casi al borde del colapso, cuando salen las fuerzas de flaqueza, las que dan la supervivencia. Claro que entonces tenía siete años y, seguramente, mi primo pesaba mucho menos que el hombre que me persigue por la tierra seca, levantando polvo.

Llevo demasiados años aprendiendo a huir. No me considero especialmente lenta. Conozco el terreno como para trazarme un mapa en la palma de la mano mirando para otro lado. Cualquiera diría que las tengo todas conmigo si no fuera porque hoy sea lo que sea lo que me persigue, viene en una Harley Davidson empolvorizada. No tardará mucho en adelantarme, y entonces tendré que ser más rápida que él en la elección de armas. Las piedras son más duras y letales que la madera, pero un buen palo es más manejable. Ya me las apañaría para rematar cuando lo tuviera acorralado.

La moto me adelanta por la izquierda y frena en seco a escasos metros, obligándome a detenerme. Miro a mi alrededor desesperada: no hay nada que me sirva para multiplicar mi fuerza, solamente algunos cantos y guijarros pulidos. Viene hacia mí. Distingo entre los pliegues de su gabardina negra la culata de la pistola. En el rostro solo se ven dos ojos negros, tristes y vacíos de los que apenas puedo extraer datos con los que construirle prejuicios. Este no es un juego justo. Me analiza la parte del rostro que tengo libre: ojos, cejas y frente. El pelo lacio me cae sobre la cara, despeinado. El buen observador podría intuir mi cuarto de siglo, tal vez, incluso dejarse engañar por estatura y complexión. Se entrevé su ceño fruncido.

A la desesperada agarro la piedra más gorda que tengo delante, dispuesta a lanzarla en su dirección, apuntando a la cabeza, en cualquier instante. En un gesto noble, arroja el revolver al suelo, a un lado. Quiere una pelea, si no justa, al menos con igualdad de aras. Elije sus propias manos. Logro esquivar un par de golpes antes de pasarle la espinilla derecha. Es fuerte, sus movimientos son rápidos. La opción más factible es escapar, aunque con la moto me alcanzaría en pocos minutos. ¿Y si intento robarla?

Antes de que pueda pensar nada más él se ha recuperado del dolor de mi golpe. Corre detrás de mí gritando con voz ronca.

   ¡Quieta!

Y yo conozco esa voz. La conozco demasiado bien, pese a llevar años sin escucharla. Me detengo casi en seco. Él me agarra pasándome un brazo por delante del cuello y otro por la cintura. Me asfixia. Me inmoviliza. Me tumba en el suelo y se coloca encima de mí. Entonces pronuncio su nombre, despacio, tan claramente como me lo permite la escasa cantidad de aire que circula por mis pulmones.

Afloja las presiones y se quita el pasamontañas de un tirón. Aparece aquel rostro que una década antes me era tan conocido, con más arrugas y más ojeras. Con la respiración entrecortada.

   ¿Me conoces?

   Te reconocería en cualquier parte.

Es evidente que él a mí no. Que de los quince a los veinticinco las personas cambiamos más que de los cuarenta a los cincuenta. Me arranca la mascarilla y esos ojos vacíos recuperan un brillo perdido entre dos siglos. Y ya no supo decir nada.

   ¿No era la vida cuestión de rentabilidad?

   Tú tampoco eras rentable.

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