Un día regresó el
universo a sus orígenes. Dante regresó al infierno, que una vez más la tentaba
a convertirse en soberana. Y Galileo ya no fue más Galileo. El mundo dio una vuelta
y aquellos ojos que observaban con avidez el infinito quedaron en las antípodas
de la primera noche. Nunca fue la primera, pero quedó grabada en el subsuelo y
en la bóveda celeste, como su mirada.
— Te quería.
— De quererme nunca se hubiera ido.
Galileo se decía a sí
mismo cada noche lo que pasaría a partir de ahora. Pero en el infierno no hay
ahora del que partir. Dicen que la eternidad se encuentra en el momento presente
y, si es cierto, Dante no volverá a envejecer un solo día. Sentada en su trono
lamenta que el mundo gire.
— Te quería.
— Entonces no me habría dejado marchar.
Aquel espasmo congelado.
Hacía frío fuera de la cocina. Recordaban aquella riña verbal dichosa cansados
de no saber nunca qué quieren. Pero ya casi amanecía y a Galileo se le borraban
las estrellas del cielo.
— ¿Cuántas veces rezo al día?
— ¿Cuántas vueltas da el sol antes de
ponerse?
— ¿Y si no vuelvo a teñirme el pelo?
— No le robes la vida a más estrellas.
Silencio. Cuantísimo
silencio.
— Tienes la boca llena de esquirlas
— Antes me importaba.
Y más y más silencios.
— No puedo decirte eso.
— ¿Por qué no?
— Implica demasiadas cosas.
— Me buscan los retos, y más si son
lógicos.
— Este reto no es para nosotros. Es la
mayor de las contradicciones.
A veces lo que es deja de ser lo que
es, y empieza a ser otra cosa. Y explota en pedazos el universo conocido. Cuídate,
Galileo, de esa condenada lógica que traza los límites del mundo. Lo real es lo
pensable, y solo lo demás queda fuera, limitando la contradicción.
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