— Pareces cansada.
— He tenido días mejores.
— Y peores –puntualiza Galileo con el
dedo índice en alto. ¿La respuesta de Dante? Como siempre: sus grandes ojos
puestos en blanco.
— Galileo, tengo la sensación de que
cada día que pasa te vuelves más y más cegato.
— Lo dices por el telescopio.
Tranquila, la ironía de tus palabras solo consigue abrirme más los ojos.
Dante resopla significando claramente
y sin tapujos su irritación. Y es que, a veces, la conversación con un maestro
de la palabra y el número exacto podía resultar exasperante.
— ¿No te cansas de tener todo el día la
cabeza en las estrellas?
— ¿Sabes? Podría decirte lo contrario y,
sin embargo, realmente implicaría lo mismo.
Ella permanece callada a la espera de
la siguiente genialidad: ¡qué le vamos a hacer! Tratar con genios tiene este
tipo de contraindicaciones. Galileo, pese a la expectación de la muchacha enfurruñada
y pese a ser muy consciente de ella, continúa mirando al cielo con su catalejo.
— ¿Qué? Vamos, suéltalo de una vez.
— Que por una vez, solo por una vez,
podrías subir a La Tierra, levantar los ojos y echar un vistazo a algo que esté
por encima de tu cabeza.
Se levanta con los brazos en jarras y,
alzando el tono de voz, trata de pararle los pies. Ya ha hecho esto antes. Ya le
había costado perdonarle otros comentarios hirientes. Parecía que le costaba
entender. Le costaba entender demasiadas cosas.
— Estas consiguiendo enfadarme.
— ¿Te enfada que crea que eres una
egocéntrica? ¿O quizá es miedo a descubrir que lo eres?
— Se acabó. No pienso seguirte el juego:
esta vez no. Hasta mañana, genio.
Cuando ya parecía que había algo más
dentro de esa mente enmarañada de cifras, volvía a tropezar con la soberbia. ¿O
tal vez no? Dante comienza a caminar, dispuesta a , nunca más, mirar al cielo,
solo por molestarle. Entonces escucha a Galileo tomar aire y exhalar
profundamente.
— No creo que seas egocéntrica, ni
estúpida, ni tantas otras cosas que crees que te considero.
Se detiene. Parece que intenta paliar
los efectos adversos de sus sermones. Esos que se traducen en inseguridades
para Dante.
— ¿Entonces?
— Solamente digo que debe ser agotador
no saber nunca lo que se quiere.
Con ese jarro de agua fría no hay más
remedio que retrogradar hasta su lado y pararse a contemplar.
— Es bonito, en realidad…
— Desde luego que lo es.
Galileo era un hombre de cuidado. Me ha encantado tu blog, me quedo de seguidora y te invito a que te pases por el mío si te apetece (es Relatos y Más, es que aparecen dos en el perfil).
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por tu lectura y tu comentario. Me pasaré por Relatos y Más. ¡Un abrazo!
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